El lábaro que ondeó sobre el Castillo de Chapultepec en el épico año de 1847, permaneció en Estados Unidos durante los siguientes cien años. En este artículo, el autor rastrea el destino que tuvo aquella bandera, así como el de tantas otras que fueron capturadas y catalogadas como “trofeos de guerra” durante los enfrentamientos ocurridos en la invasión norteamericana y que finalmente fueron devueltas en 1950.
A ningún mexicano, de cualquier latitud, la imagen del Escudo Nacional le resulta extraña ni fuera de la realidad natural. Pareciera herencia ancestral unívoca e incuestionable, casi genética; sin embargo, esta representación ha llegado al siglo XXI por las insondables, profundas y dinámicas corrientes culturales de cuando menos tres mentalidades que, en sus épocas de florecimiento, les dieron lecturas muy distintas a las modernas. Y más de alguna vez pudo, simplemente, no haber sido; se habría registrado tan sólo como una figura entre las muchas que pueblan el universo de la arqueología. Reconocernos en esa imagen ha tenido una historia... Aquí recordaremos algunos de sus pasajes.
De la magnitud de los lábaros viene su nombre oficial “Bandera monumental”, y para ser considerada como tal su asta debe tener una elevación de 50 metros de altura o más.
En 1821 Iturbide mandó hacer una bandera tricolor y decidió que el color blanco representara la religión, el verde la independencia y el rojo la unión entre españoles y mexicanos.
Las armas nucleares fueron proscritas en América Latina y el Caribe. Por medio del Tratado de Tlatelolco, 33 países del continente se comprometieron a no hacer pruebas nucleares que pongan en riesgo la paz.
Dentro de la milicia existieron personajes de alto rango que se mantuvieron fieles al presidente Madero y arriesgaron su vida en contra de los sublevados, como el general Lauro Villar.