No hay movimiento artístico mexicano acaso más reconocido a nivel mundial que el muralismo, de cuyo germen hace poco se cumplieron cien años. Era 1921 cuando Roberto Montenegro comenzó a pintar la magna obra El árbol de la vida en el antiguo templo de San Pedro y San Pablo, que entonces funcionaba como la Sala de Conferencias Libres de la Universidad Nacional de México, inaugurada por el que fuera rector de esa casa de estudios y luego primer secretario de Educación Pública, José Vasconcelos.
Montenegro terminó la primera versión del que sería el mural inaugural de toda una corriente artística en 1922. Sin embargo, ahí todavía no encontramos el estilo ni las intenciones que caracterizarían al muralismo como hoy es conocido. Lo mismo ocurrió con La creación de Diego Rivera (recién llegado de Europa), iniciada en ese mismo año en el anfiteatro Simón Bolívar de la Escuela Nacional Preparatoria, entonces alojada en el antiguo Colegio de San Ildefonso.
Sin embargo, esa concepción comenzó a cambiar al poco tiempo, cuando los artistas que se congregaron para pintar los muros de la Preparatoria –entonces dirigida por Vicente Lombardo Toledano– se inclinaron por un arte nacionalista que revalorizara las culturas indígenas como lo auténticamente mexicano y diera cabida a una firme postura política a favor del comunismo y en defensa de los obreros y los oprimidos, con una proyección pedagógica, pero también doctrinaria.
Desde ese mismo 1922, Rivera, Xavier Guerrero, Carlos Mérida, José Clemente Orozco, Adolfo Best Maugard, entre otros, habían formado el Grupo Solidario del Movimiento Obrero, en cuyo documento fundacional expresaron que los artistas e intelectuales mexicanos no habían sabido identificarse con “la opresión y la explotación que mantiene en estado de inferioridad a la población indígena de su país”. De acuerdo con el historiador Emilio García Bonilla, la labor de dicho Grupo se enfocó en lo educativo, mediante la elaboración de estudios e impartición de conferencias y cursos dirigidos a trabajadores afiliados a organizaciones sindicales, en especial a la CROM (Confederación Regional Obrera Mexicana).
El espacio para consolidar la propuesta del muralismo mexicano fue justamente la Escuela Nacional Preparatoria. Allí llegaron también Fernando Leal, Fermín Revueltas, Ramón Alva de la Canal y Emilio García Cahero, procedentes la Escuela de Pintura al Aire Libre de Coyoacán, que buscaba implantar un arte nacional alejado del academicismo y las tendencias europeas. A ellos se unió el francés Jean Charlot, cercano a Rivera. El resultado de esa convergencia creativa fue un conjunto de murales que se mecieron entre la visión vasconcelista y la militancia política, pero que ya también incluyeron referencias al pasado mexicano.
Mientras que Fernando Leal (La fiesta del Señor de Chalma) y Fermín Revueltas (Alegoría de la Virgen de Guadalupe) plasmaron tradiciones populares y el mestizaje cultural, Ramón Alva de la Canal (El desembarco de los españoles y la cruz plantada en tierras nuevas) y Jean Charlot (Masacre en el Templo Mayor o La Conquista de Tenochtitlan) se enfocaron en temas históricos, aunque desde enfoques distintos, pues Alva de la Canal hace referencia al legado hispánico, en tanto que Charlot enfatiza la brutalidad de los españoles contra los indígenas.
A finales de 1922, a aquel “laboratorio” del muralismo mexicano llegó también David Alfaro Siqueiros, recién desembarcado de Europa y quien desde un año antes instaba a los artistas a acercarse a “las obras de los antiguos pobladores de nuestros valles, los pintores y escultores indios”, al tiempo que Rivera llamaba a analizar y estudiar “el arte maya, azteca, tolteca, ninguno de los cuales se queda corto frente a ningún otro”. En el Colegio Chico de San Ildefonso, Siqueiros dio vida a los primeros murales de su trayectoria, un conjunto que incluyó Los elementos (también llamado El espíritu de Occidente), El llamado de la libertad, Los mitos (o Los ángeles de la liberación) y El entierro del obrero sacrificado.
Con esta última obra, realizada en 1924, David Alfaro marcó derroteros fundamentales del arte mural posterior. Por un lado, la mirada etnográfica que se afirmaría con el indigenismo, lo que evidenció al expresar: “con verdadero frenesí me puse a pintar la revolución, pero una revolución representada por dos enormes figuras de indudable raza india mexicana”. Por otra parte, la postura política afín al movimiento obrero y comunista, pues incluyó un ataúd con el símbolo de la hoz y el martillo.
Tal posición ideológica se reforzó con la creación del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores, anunciado desde finales de 1922 y vinculado al Partido Comunista Mexicano. La primera expresión pública de ese sindicato fue un manifiesto lanzado en diciembre del año siguiente, a pocos días de iniciada la rebelión delahuertista, contra la cual se pronunciaron. El documento fue dirigido “a la raza indígena humillada durante siglos; […] a los obreros y campesinos azotados por la avaricia de los ricos; a los intelectuales que no estén envilecidos por la burguesía”.
Con tal manifiesto respaldaron al gobierno obregonista y la candidatura presidencial de Plutarco Elías Calles, al señalar que de ese lado estaba “la revolución social más ideológicamente organizada que nunca, y del otro lado la burguesía armada”. Además, establecieron los principios que darían cohesión a lo que se convertiría en un movimiento pictórico enfocado en el arte monumental con un sentido de utilidad pública, educativo, de combate y nacionalista (con énfasis en el legado indígena).
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