El Taller de Arte Nacional Contemporáneo
Todo empezó cuando Mariano Cruz –que a la sazón laboraba en el Museo Nacional de Historia–, al enterarse de una vacante en esa institución, se dio prisa en comunicármelo a través de telegrama urgente que llegó a mis manos justo en aquellos momentos en que, recién egresado de San Carlos, no me era fácil alinear mis desbordadas ilusiones a las limitadas oportunidades que la vida podía ofrecerme en mi natal Chihuahua.
La amistad con Mariano databa de épocas previas, bajo el signo de las cotidianas pugnas de la política estudiantil del medio siglo, que solían bullir en torno a una Federación Universitaria perpetuamente dividida para regocijo del rector [de la UNAM], quien, mediante discrecional reparto de prebendas, conseguía que las respectivas Sociedades de Alumnos jamás llegasen a consensos, práctica común entre los políticos de todos los tiempos.
De todas formas, fue una amistad que se consolidó hacia 1957, cuando con el concurso de muy entrañables compañeros, cuyos nombres omito por no olvidar a ninguno, al estímulo del egregio don Alfonso Pallares, que muy a su manera nos daba Historia del Arte, en espléndido derroche de entusiasmo y energía sólo posibles en la edad dorada, fundamos lo que pomposamente dimos en bautizar como “Taller de Arte Nacional Contemporáneo”, el cual por lo pronto instalamos en un amplio despacho de un segundo piso de la calle de Justo Sierra, a media cuadra del anfiteatro Simón Bolívar [de la Escuela Nacional Preparatoria, en el antiguo Colegio de San Ildefonso].
No tardaron mucho en llegar, incorporándose en torno al grupo inicial de artistas plásticos, nuevos compañeros procedentes de la Facultad de Filosofía y Letras, como Jorge Alberto Manrique –quien, recién llegado de París, destacaba ya por su preclara visión–, Ricardo Mena, Jorge Canseco, Ezequiel Montes y el propio Mariano, que fungía como enlace, y llegaban al conjuro de insólitas premisas, en la tenaz cuanto inútil búsqueda de los entresijos de la creación artística, enmarañados un punto más en posturas dogmáticas y en desafueros etílicos, que daban pie a continuas y acaloradas discusiones, atemperadas sólo por el probado compañerismo de sus integrantes. En ese espacio –a modo de paradójica muestra de un vasto anecdotario– fue que en cierta ocasión recibimos la sorpresiva visita de unos cubanos en busca de apoyo para Fidel [Castro], cuando por entonces luchaba aparentemente sin demasiado éxito en Sierra Maestra.
Fue esta, sin duda, una etapa muy fecunda, que ya había rendido los primeros frutos en la Academia de San Carlos, con la fundación que hice en 1954 del Círculo Pictórico Excursionista, al que se integraron compañeros de muy grata memoria, ilusionados ante la idea de complementar la muy limitada formación que la escuela por entonces ofrecía, a través de viajes de estudio que nos mostraran, en toda su magnificencia, la abundante diversidad étnica, cultural y ambiental en que son tan pródigas las diferentes regiones de nuestro país.
A bordo de un flamante autobús del recién estrenado Instituto de la Juventud, iniciamos una serie de recorridos, el primero de ellos al estado de Michoacán, por la antigua ruta de Mil Cumbres hacia Morelia y Uruapan, hasta San Juan de las Colchas, cuando aún se hallaba cubierta y totalmente ahogada su vegetación por un espeso y negro manto de la ceniza que expulsó el Paricutín, lo que en medio de la niebla daba al paisaje matinal un aspecto desolado, casi fantasmal. La idea era darnos la oportunidad de recoger todas esas sensaciones y experiencias visuales para materializarlas luego en paisajes, manchas de color, acuarelas, o en libretas de bocetos, todo acorde a la muy particular sensibilidad de cada uno de los compañeros.
Posteriormente, y ya integrado en grupo más homogéneo, nos dimos a la tarea de organizar una serie de conferencias a cargo de muy distinguidos participantes, como el Dr. Carlos Graef Fernández y la polémica Eulalia Guzmán, para quien pinté, a manera de telón de fondo, un magno Suplicio de Cuauhtémoc en papel manila que pendía de lo alto del rincón noreste del gran patio cubierto de San Carlos; una monocromía que asombró a la maestra. También logramos la conferencia del Dr. Ángel María Garibay K., un hombre literalmente con toda la barba, que hirsuta y blanca le cubría el pecho y que muy amablemente nos había recibido en su casa por el rumbo de la calzada de los Misterios, ocasión en que nos anticipó con gran entusiasmo la inminente aparición del libro del joven Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos, que incluía sus traducciones del náhuatl, materia en la que sin duda era el indiscutido maestro.
Ciertamente fecunda fue esta etapa del Taller ANC, pletórica de ideales, de esfuerzos y actividad creativa, que desembocaron en tres exposiciones colectivas que además incluyó, como gran proyecto a corto plazo, la edición de una revista como órgano del grupo, la que debería llamarse en primera instancia “FORMA”, y finalmente, por consenso, “CONCEPTOS, plástica e idea”, cuyo logotipo hizo mi paisano Pepe Ollervides; fue una empresa que por mala fortuna no logró salir a la luz pública, en virtud de que no obstante haber acumulado, con el febril esfuerzo de todos, material suficiente para los primeros números, lo que no logramos obtener fue su financiamiento, ni siquiera para el número inicial, a pesar de que tocamos muchas puertas y de que personalmente me entrevisté, a ese efecto, con quienes por su trayectoria y sobrados recursos económicos suponíamos los más seguros prospectos: don Carlos Prieto y el Dr. Álvar Carrillo Gil.
Por algún tiempo más, con sus altibajos y ya en el nuevo local de Río Neva, subsistió el Taller, hasta que cada uno de sus integrantes consideró prudente salir en busca de su propio camino. El mío me condujo a Chihuahua, en cuya universidad encontré refugio como maestro, luego de que allí mismo tuve mi primera exposición individual, gracias al empeño de la acuarelista Cristina Romero, quien había sido condiscípula de Rufino Tamayo y por entonces fungía como directora de la Escuela de Artes Plásticas, y misma que poco después, al enterarse del contenido del telegrama de marras, no dudó en apoyarme y hacerse cargo del grupo para que en entera libertad pudiese emigrar, en lo que sería un viaje sin retorno, a la Ciudad de México.
Impulso al muralismo
Mi nuevo trabajo en el Castillo de Chapultepec me resultó fascinante. Cierto que el sueldo que me correspondía, en calidad de Oficial Administrativo Especializado “D”, era bastante mezquino, aunque se compensaba, al decir del director [Antonio Arriaga], con paisaje. Por lo pronto, el administrador Gustavo Calatayud me instaló en lo que más bien parecía una gran bodega; un espacio pletórico de objetos procedentes de la sala contigua, dedicada al México independiente, en virtud de que se estaban renovando los isos, de tal manera que mis escasos bártulos, y el caballete y el restirador, se hallaban sitiados por vitrinas, cuadros y muebles históricos, entre los que destacaba el sillón presidencial de don Porfirio [Díaz], el mismo que aparece, como objeto de sus desvelos, en la conocida foto de un jubiloso Pancho Villa junto a Emiliano Zapata. En ese lugar sólo estuve una breve temporada, en tanto se concluían las obras, y después, conforme iba siendo necesario, al paso del tiempo fui recorriendo, uno tras otro, los más recónditos espacios de tan importante monumento nacional.
Pronto me di cuenta de que, al igual que el secretario de Educación Pública [Agustín Yáñez], era don Antonio Arriaga Ochoa, director del Museo, un decidido impulsor del muralismo. Compartía con Agustín Yáñez la misma pasión que caracterizó a [José] Vasconcelos, respecto a que la manera más eficaz de incentivar la educación y el interés por nuestra historia era a través del arte: de la imagen plasmada en los muros de los edificios públicos. Este afán lo llevó a la práctica promoviendo sistemáticamente, y con mucho éxito, la creación de numerosos murales, como el estupendo fresco que, en una estructura inicialmente preparada para Diego Rivera, pintó don Juan O’Gorman: su Retablo de la Independencia, así como los posteriores de la Sala Madero; la sala de la Revolución de Alfaro Siqueiros; los dos de don Jorge González Camarena, y el de José Reyes Meza. También invitó a Leopoldo Méndez y a Rufino Tamayo, a quien en un principio había propuesto la cúpula de la escalera central del Museo, misma que al fin realizó Gabriel Flores.
Pero lo que más destaca, por insólita, era la estrategia que utilizaba [Arriaga] para cumplir su objetivo aún sin contar con presupuesto previo. Nunca le amilanó la carencia de recursos. Poseedor de un gran carisma, de trato sencillo y hábil conversador, solía hablar primero con el artista, a quien entusiasmaba con su proyecto, pero sólo bajo su palabra, y ya después, sobre la marcha, buscaba y obtenía los recursos para su financiamiento. De otra manera, ningún mural de los que ahora existen en esa institución hubiera sido posible, ya que el presupuesto real del Museo no sólo era exiguo, sino de pobreza extrema. Recuerdo que cierto día don Juan O’Gorman me hizo una insólita confidencia: “ya que hice las cuentas, ¿sabe en cuánto me salió el Retablo de la Independencia?, ¡pues a razón de diez pesos diarios!”, y no tenía por qué mentirme.
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