Al día siguiente de la captura de Cuauhtémoc, el 13 de agosto de 1521, aún debían retumbar en los oídos de los conquistadores los espantables gritos de guerra de las últimas semanas, pero, sobre todo, el infernal ruido de los tambores, que no dejaron de redoblar por 93 días. Como Lara Wankel nos narra en su libro, eso llevó a Bernal Díaz del Castillo a describir su tañido como el “más maldito y triste sonido”, pues a todos dejó sordos o con un silbido en los oídos.
El olor a muerto tampoco debió ser una cosa menor. Fue la causa del terrible dolor de cabeza de Hernán Cortés, a quien tal hedor se le metió en la nariz. No sorprende por ello que el conquistador decidiera trasladarse temporalmente a Coyoacán, mientras tenochcas y tlatelolcas recogían y lloraban a sus allegados, a la vez que reconstruían sus respectivas ciudades.
Los primeros años en Coyoacán
La decisión de Cortés de instalarse temporalmente en Coyoacán se debió, muy probablemente, a que Quauhpopoca, su tlatoani, había sido uno de los mejores aliados del conquistador desde que éste desembarcó en Veracruz en 1519. Según algunos testigos, a él le tocó recibirlo en la costa y protegerlo en el camino hacia Tenochtitlan porque así lo dictó Moctezuma; otros sostenían que fue en Chalco donde lo recibió.
Sea como fuere, en 1520 fue también Quauhpopoca el que lo ayudó a escapar de Tenochtitlan junto a sus huestes e indígenas aliados (Noche Triste), tras morir Moctezuma. Fue, asimismo, quien recomendó que lo hicieran por la calzada de Tacuba y, al ver que los puentes de ésta estaban alzados, se las ingenió para construir, con ayuda de dos ballesteros, un puente portátil, con la mala fortuna de que murió en la huida.
Se comprende, por tanto, que los que consiguieron salvarse aquella noche se refugiaran en Coyoacán –cuya población alimentó, sanó y cuidó a los españoles– y también que, tras la captura de Cuauhtémoc en agosto de 1521, volvieran a ese lugar. En esta última ocasión, Cortés se llevó consigo a varios señores indígenas; entre ellos, el tlatoani de Tenochtitlan (Cuauhtémoc), al que previamente había reconocido en su cargo y devuelto el gobierno indígena de la ciudad.
En Coyoacán tuvo lugar el recuento del oro y la plata recuperada; ambos metales se fundieron para darle el quinto correspondiente al rey y repartir el resto entre Cortés y los conquistadores. No obstante, su escasez fue la que dio lugar al tormento de Cuauhtémoc y su primo Tetlepanquetzatzin, señor de Tacuba, a quienes se les quemaron los pies con aceite para que dijeran dónde estaba escondido el resto del tesoro. Díaz del Castillo señaló que fueron los oficiales de la Hacienda del rey los que atormentaron a Cuauhtémoc, y fue muy explícito al señalar que a Cortés y otros conquistadores les pesó el trato que se le daba a un señor de su talla. Una pesadumbre que provocó que el tesorero del rey, Julián de Aldrete, sospechara que ambos españoles estaban coludidos para repartirse el oro.
A Coyoacán también se debió llevar Cortés a las hijas de Moctezuma –Isabel, Leonor y María–, pues en los documentos elaborados por Isabel, la primogénita del tlatoani, se puede leer que, antes de morir, su padre le rogó al conquistador que velara por ellas: que las cuidase, las bautizase y les enseñase la doctrina cristiana. No sabemos si esto fue así exactamente, pero no cabe duda de que Cortés ejerció de tutor legal de las mismas, ya que se encargó de casarlas con conquistadores amigos suyos, como más adelante veremos. En este tiempo, Cortés vivía con su primera esposa, Catalina Xuárez (o Suárez), la cual murió en extrañas circunstancias. Ocurrió en algún momento de diciembre de 1522, por lo que se deduce que todos debieron permanecer en Coyoacán hasta mediados de 1523, cuando la nueva Ciudad de México comenzó a habitarse y Cortés se trasladó a los palacios de Moctezuma, donde estableció su residencia.
El escudo de armas de la Ciudad de México
El 4 de julio de 1523 la antigua Tenochtitlan, convertida ya en cabeza y Corte de la Nueva España, fue distinguida con un escudo de armas que podía ser expuesto en pendones, sellos o donde fuese necesario. En 1530 se dictó que la ciudad podía gozar de los mismos privilegios que tenía la de Burgos, cabeza de las dos Castillas; sin embargo, fue hasta 1548 cuando se le otorgó el título de “muy noble, insigne y muy leal ciudad”, por su obediencia y su disposición a sufragar con gente la guerra al Perú (aunque al final esto no fue necesario), pero también para que se viera que el monarca tenía por servida su lealtad.
A través de una real provisión, el monarca permitió que en el escudo de armas se dispusieran las antiguas armas de la ciudad: la piedra con el nopal sobre el que se posó el dios Huitzilopochtli, encarnado en un
águila. En el campo del escudo se desplegó también un castillo de tres torres flanqueadas por leones, por la concepción medieval de las ciudades y villas de España como fortalezas, con sus torres y murallas. Además, tres puentes salían del castillo, los cuales representaban cada una de las calzadas que conectaban a la ciudad con tierra firme. Para rematar, los leones rampantes eran la viva imagen de la victoria de los españoles sobre la ciudad, como indicaba la real provisión.
Como Enrique Florescano señaló, el diseño del escudo no gustó nada a los habitantes de la ciudad al ver que del águila no había rastro, y del nopal bastante poco, al haber sido mutilado para poner sus pencas
en la orla del escudo. Como consecuencia, las nuevas autoridades de la ciudad se dieron a la tarea de reemplazarlo por el antiguo nopal anclado sobre una piedra en medio de las aguas del lago de Texcoco, con el águila posada sobre él y desplegando sus alas. Décadas más tarde, el virrey Juan de Palafox y Mendoza haría esfuerzos por eliminarlo, pero el ayuntamiento de la ciudad lo siguió grabando así en sus ordenanzas de 1663, desoyendo cualquier mandato.
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