Cualquiera puede convertirse en comerciante, pero no todos aguantan el ritmo. Hay que saber regatear, convencer y tener el oído atento para captar lo que busca el cliente. Sí, diga, ¿qué buscaba?, le doy precio, sin compromiso, pregunte. También se necesita hablar fuerte, ordenar, probar ropa, ajustar mercancía y estar disponible incluso en días festivos o fines de semana. Ser comerciante es vivir sin horarios fijos, saber producir, comprar y vender. Pero, sobre todo, es tener paciencia, ingenio y una constancia inquebrantable.
Pocos sitios son tan emblemáticos para ejemplificar la vida en torno al comercio como la Lagunilla. Hoy, al caminarla, lo que a simple vista son sus mercados, sus bulliciosos puestos ambulantes y sus calles cubiertas de concreto, resguardan bajo esa superficie urbana la memoria de otro paisaje: uno dominado por el agua. El propio nombre de este barrio recuerda su pasado lacustre. Durante mucho tiempo se pensó que era sólo una pequeña laguna, pero en realidad fue un lugar mucho más complejo; se trataba de dos cuerpos de agua separados por una franja de tierra, cuya forma cambiaba dependiendo de las lluvias o las sequías. De aquel espacio anfibio, que conectaba y a la vez separaba a Tenochtitlan de Tlatelolco, surgió un punto estratégico de comercio e intercambio.
En la Lagunilla había un embarcadero cercano al gran tianguis de Tlatelolco, cuya buena parte de la mercancía llegaba por canales que conectaban esta zona con diversos puntos de la cuenca de México. Se suele afirmar que la Lagunilla conserva únicamente el recuerdo de su nombre, pero, al recorrerla a pie, detrás de sus inigualables ofertas, mercados, tianguis y carpas aún es posible identificar vestigios del pasado acuático que le dio forma.
La historia acuífera de la Lagunilla
Actualmente, la Lagunilla se ubica al oriente del barrio de la colonia Guerrero, al poniente de Tepito y a unas diez calles del Zócalo capitalino; sus límites son las calles República de Perú, República de Argentina y Paseo de la Reforma. Su estudio ha interesado a historiadores y arqueólogos, ya que fue escenario de conflictos clave entre Tenochtitlan y Tlatelolco en el siglo XV. Tras la guerra de 1473, y al menos hasta la conquista en 1521, los tenochcas impusieron su dominio, pero zonas como la Lagunilla siguieron siendo disputadas por su valor estratégico en las rutas y el acceso a los recursos naturales que proveía el entorno. Cabe recordar que el islote se encontraba dentro de la cuenca de México y, en su entorno, distintos pueblos ocupaban las riberas y bordes lacustres que articulaban la región.
En tiempos prehispánicos, la Lagunilla fue un espacio anfibio por excelencia, donde agua y tierra interactuaban. Basta con imaginar el ir y venir de las canoas deslizándose por el agua, cargadas de mercancías provenientes de los distintos pueblos de la cuenca. Estas embarcaciones navegaban hasta llegar a zonas poco profundas o a la orilla firme, donde se descargaban los productos y se resguardaban en el embarcadero del lugar. Según el Códice florentino, los tlatelolcas eran especialmente hábiles en el manejo de estas canoas.
En ese contexto, la Lagunilla funcionaba como un punto clave de intercambio entre regiones, por lo cual era una pieza fundamental dentro de la red económica y territorial que articulaba la cuenca. Además, este entorno lacustre fue una fuente vital de recursos naturales: se capturaba pez blanco; se cazaban patos, garzas y otras aves acuáticas, y se recolectaban huevecillos, algas y minerales como la sal. Asimismo, fue una zona ideal para el crecimiento de plantas como tules, juncos, carrizos y espadañas, esenciales para la anidación de aves, así como para la elaboración de viviendas, chinampas y canoas.
Antigua ingeniería hidráulica
El paisaje lacustre donde se asentaban Tenochtitlan y Tlatelolco no era natural, sino el resultado de un complejo trabajo de ingeniería hidráulica. Albarradas, acueductos, canales y calzadas-diques permitían controlar los niveles de agua, separar zonas de agua dulce de las salobres y garantizar el riego de los cultivos. Pero estas construcciones no sólo servían para manejar el agua; también marcaban límites territoriales, conectaban a las distintas comunidades de la región y facilitaban el traslado de personas, bienes y mercancías. En lugares como la Lagunilla, este sistema hizo posible transformar los terrenos pantanosos en espacios de cultivo mediante chinampas, verdaderos campos flotantes que aprovechaban las condiciones del entorno para producir alimentos.
Entre todas estas construcciones destacaban las calzadas que funcionaban como caminos elevados sobre el agua y conectaban el islote de Tenochtitlan-Tlatelolco con tierra firme. Las más conocidas eran las de Tacuba hacia el poniente, Tepeyac al norte e Iztapalapa- Coyoacán al sur; sin embargo, existían otras, como la calzada que iba de Tlatelolco a Tenayuca y la llamada de Nonoalco, que conectaba Tlatelolco con Azcapotzalco. La Lagunilla quedaba justo en el paso de varias de estas vías, incluyendo las calzadas de Tepeyac y Tlatelolco-Tenayuca, así como de las acequias Tezontlalli y del Carmen, que cruzaban el islote del poniente al oriente. Todo esto hacía de ella un punto estratégico, tanto para el tránsito por tierra como para la navegación.
De Tlatelolco a la Lagunilla
Antes de la llegada de los españoles, el gran centro comercial de la región era el tianguis de Tlatelolco, donde se conectaban los principales intercambios de bienes. Sin embargo, tras la conquista, ese mercado fue perdiendo su centralidad y la actividad comercial comenzó a desplazarse hacia otros espacios, entre ellos la Lagunilla. Esta transformación explica en buena medida la vitalidad comercial que todavía caracteriza a esta zona en la actualidad.
Desde tiempos antiguos, la Lagunilla fue un punto estratégico por su ubicación entre Tenochtitlan y Tlatelolco, dos ciudades unidas por redes de comercio y vínculos familiares, pero también por disputas por los recursos del agua. Más que una frontera fija, la Lagunilla ha sido siempre un espacio de cruces e intercambios donde diferentes comunidades han negociado, convivido y, en ocasiones, competido por el control del comercio y el uso del espacio. Esas dinámicas de encuentros y tensiones comerciales siguen vivas hoy en sus mercados, tianguis y calles, donde coexisten comerciantes establecidos, vendedores ambulantes y redes informales que organizan el flujo de mercancías y personas. Las huellas de su pasado lacustre y comercial aún pueden reconocerse en el trazado de sus calles, la actividad de sus mercados y la vida cotidiana de quienes recorren y habitan este espacio.
En busca de las huellas lacustres
Aunque hoy el concreto domina el paisaje y el ritmo acelerado del día a día impide detenernos a mirar con atención, basta hacer una pausa, caminar, recorrer con calma y observar más allá de lo evidente para descubrir múltiples vestigios que revelan la riqueza y la forma de ocupación de los espacios. Esto trasciende un límite entre dos ciudades; más bien es un punto de convergencia, encuentro y comercio.
Al recorrer la Lagunilla, lo primero que salta a la vista es la presencia de vida lacustre. Un caso llamativo es una construcción inconclusa entre Paseo de la Reforma y Pasaje Allende, que con el tiempo se transformó en un depósito de agua estancada, desechos, roedores y algunos insectos. Se trata de un espacio a cielo abierto, con un perímetro aproximado de 1,500 m², el cual fue poblándose por juncos, tules y otras plantas típicas de zonas donde conviven el agua y la tierra. Es un pequeño ecosistema anfibio en medio de la ciudad, donde el agua y el suelo interactúan de forma natural.
Las huellas del pasado se vuelven visibles en los nombres y el trazado de las calles, como una forma de permanencia silenciosa en el entorno urbano. Un ejemplo significativo se encuentra entre República de Ecuador y Paseo de la Reforma, donde una señal indica el antiguo nombre de la calle: Salitreros. Esta denominación remite a actividades económicas que alguna vez se desarrollaron en la zona, como la recolección de sal. Durante la temporada de lluvias, es probable que el agua se extendiera hasta este punto y, al evaporarse, dejara pequeños montículos blanquecinos sobre la tierra húmeda, los cuales recogían los habitantes. Dentro de los recursos que se disputaban Tenochtitlan y Tlatelolco, la sal fue uno de los más valiosos.
Para conocer más de éste y otros interesantes temas, adquiere nuestro número 203, de septiembre de 2025, disponible en nuestra tienda en línea.