Un singular barbero en la Nueva España

Luis González Obregón (1865-1938)

El oficio de barbero requería mucha destreza y eran solicitados por personajes de toda índole. Algunos de ellos también extraían muelas o aplicaban sanguijuelas para tratar enfermedades.

 

El 2º Conde de Revillagigedo, como es bien sabido, fue un modelo de virreyes. La Nueva España le debió mucho. Durante su sabia y honrada administración progresaron la agricultura y las industrias, las ciencias y las letras. Los cargos públicos fueron desempeñados por ciudadanos inteligentes y probos, y destituidos los inútiles, los perezosos, los ignorantes. La Ciudad órgano de la chismografía y de las huecas noticias con que se llenan los diarios de nuestros días.

Así es que Teodoro, el barbero de Su Excelencia, era en apariencia la excepción de la regla general, y el 2º Conde de Revillagigedo estaba encantado con él, pues nunca interrumpía la lectura de las cartas, ni despegaba los labios para solicitar el más pequeño favor, como cualquiera otro lo hubiera hecho, aprovechando el cotidiano trato con S. E.

Pocos días faltaban para que Revillagigedo dejase al sucesor el virreinato. Una mañana del mes de julio de 1794, a la hora de costumbre, entró Teodoro al aposento del Virrey. Inclinóse, como era de reglamento; preparó los útiles, y con gran sorpresa suya, el Conde no leía, sino que inició una conversación en estos términos:

—Teodoro, tú has sido el más cumplido de mis criados. Pronto dejaré el gobierno y deseo servirte. ¡Pide lo que gustes!

—Gracias, Excelentísimo Señor, y ya que S. E. es tan bondadoso, que de modo tan franco me abre las puertas de su liberalidad ¡cuán feliz sería si me concediese seis gracias, una cada mañana de las que vengo a afeitar a S. E.!

—¡Concedidas! Comienza hoy pidiendo la primera.

—Que en los días que faltan de Gobierno a S. E. me permita un ratito de charla. ¡Admiro y quiero tanto a Su Excelencia!

—¡Concedida, concedida! ¡Pero sin adular…!

La segunda mañana estaba el Virrey de muy buen humor y Teodoro le pidió su “castellana”, alegando que no quería quedarse sin un recuerdo suyo. La tercera el reloj, complemento indispensable de aquella, y ante cuya carátula había fijado su vista S. E. tantas veces; y aunque el Conde observó que el valor de las gracias iba en aumento, lo propio que la calidad de los elogios, aguantóse mal de su grado, y esperó, no sin algún temorcillo, pero sí con gran curiosidad, saber las tres gracias que le faltaba conceder para liquidar cuentas con el rapabarbas.

—Excelentísimo Señor —dijo Teodoro la mañana del cuarto día—, perdóneme mi atrevimiento, pero estoy muy pobre, tengo un hijo varón que presto está a recibir el grado de licenciado, y los gastos ascienden a 789 pesos 5 reales, ni más ni menos…

 

N. de la R. Este texto proviene de la obra Las calles de México. Leyendas y sucedidos, publicado originalmente en 1922, en Ciudad de México, por la Imprenta de M. León Sánchez.

 

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