El barbero de Su Excelencia

Luis González Obregón (1865-1938)

El virrey Revillagigedo apreciaba que su barbero, Teodoro Guerrero, no fuera entrometido, como solían ser otros practicantes de ese oficio.

 

Invariablemente, desde el día en que tomó posesión del virreinato de la Nueva España, el 2º Conde de Revillagigedo, tenía la costumbre de que lo afeitasen todas las mañanas, a las 7 en punto.

Poco antes de esta hora, entraba el maestro barbero a la cámara del Virrey, provisto de pichel y bacía de plata cincelada y reluciente, paños finos de cambray y bolsa de cordobán, que a modo de estuche contenía las navajas.

El Conde hallábase ya sentado en cómodo sillón, frente a la vidriera de uno de los balcones que caían a la plaza del Volador, y mientras el barbero asentaba las navajas y hacía la jabonadura, leía S. E. las quejas y solicitudes que la víspera habían sido depositadas en un buzón, que por su orden se había colocado en la puerta principal del Real Palacio.

El barbero, a quien todos conocían solo por su nombre de pila, llamábase Teodoro Guerrero, y era un viejecito simpático, como de setenta años de edad, enjuto de carnes, color moreno, de ojos verdes y muy vivos, bastante calvo y todo rasurado.

Vestía el traje de los barberos de su época, pero a causa de sus años y tener que salir muy de mañanita para servir a su clientela, traía siempre puesta su capa, que solo se quitaba en el acto de ir a afeitar.

Con el Virrey ponía particular cuidado. Colocábale un paño finísimo en el pecho, otros atrás para limpiar las navajas, y mientras el Virrey se detenía la bacía encajada en el cuello, Teodoro untábale la jabonadura a dos manos, pero con suma pulcritud y habilidad.

En seguida, no sin probar el filo de la navaja en uno de los dedos, procedía a desmontar la barba, y a continuación, previa agua limpia con que enjuagaba el rostro del Virrey y nueva untada de jabón con los dedos, seguía la operación de desencañonar, pero sin producir irritación en la piel, ni hacer sangre, ni causar la más mínima molestia.

El Virrey continuaba leyendo, y Teodoro, después de peinar la cabellera, empolvarla y tejer la trenza de la coleta, exclamaba satisfecho, sacudiendo los paños:

—¡Buena salud, excelentísimo Señor!

Y S. E. le contestaba:

—¡Gracias, Teodoro!

El barbero recogía entonces todos los menesteres de su oficio. Salía como había entrado, silencioso, inclinándose con respeto ante S. E., procurando en esta vez no darle las espaldas, pero sin pronunciar siquiera unos corteses y secos “Buenos días”.

 

N. de la R. Este texto proviene de la obra Las calles de México. Leyendas y sucedidos, publicado originalmente en 1922, en Ciudad de México, por la Imprenta de M. León Sánchez.

 

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