Pérez Prado en México: la gloria y la ruina

Ricardo Lugo Viñas

1989. Es la mañana del viernes 15 de septiembre. Los asiduos lectores y visitantes de estanquillos y quioscos de periódicos se ven sorprendidos por un titular que se aleja de las notas de actualidad. Se trata de la primera plana de La Jornada, en la que se lee: “Murió el Rey del Mambo”. En la columna derecha se anuncian textos escritos al respecto por Carlos Monsiváis, Iván Restrepo y el colombiano Gabriel García Márquez.

 

1950. Sábado de Gloria. El debut. Dámaso se instaló en una pequeña casa de huéspedes en la calle Luis Moya, en el centro de Ciudad de México. Margo Su, escritora y empresaria teatral, le concedió un contrato por ocho presentaciones en su respetado teatro, para que el cubano mostrara el músculo con sus “extraños ritmos” ante el público más exquisito de la capital. Superó con creces las expectativas. Esa noche, Dámaso otorgó al respetable una música que parecía provenir de la furia de mil elefantes. Lo dio todo en el escenario. El público quedaría encantado para siempre. Aquel contrato de apenas ocho presentaciones se extendió todo el tiempo que el matancero quiso. No había vuelta atrás: el mambo llegó para quedarse.

Pérez Prado arribó a México en un momento idóneo para el desarrollo de su música. El ambiente de estabilidad y prosperidad de los años cuarenta y cincuenta proyectaba una sensación de felicidad social y bonanza en la capital, junto al sonriente régimen alemanista, pero también con las marcadas brechas sociales. Con acertado instinto, Prado supo proveer de música a aquella peculiar época.

El mambo fue el ritmo ideal para el desparpajo, el desfogue, la sensualidad, el derroche y la pachanga que la ciudad ya ejercía. Además, halló en nuestro país el boyante ambiente de la noche, los cabarés, los teatros, la época de oro del cine mexicano (Dámaso musicalizó incontables filmes, de entre los que sobresale Al son del mambo) y los salones de baile. Pero, sobre todo, encontró a los mejores músicos y las grandes orquestas, además de rumberas y bailarines talentosos que imprimieron a su ritmo la riqueza y personalidad que necesitaba. De esta época, destacaron los mamboleros Adalberto Martínez Resortes, Germán Valdés Tin Tan o Yolanda Montes Tongolele.

Así, en pocos años Pérez Prado compuso y arregló mambos para todo tipo de público: los taxistas tenían su Mambo del ruletero; las chicas de la clase alta, La niña popof; y así los politécnicos, el futbolista, el bombero, los universitarios, el voceador... Sus arreglos también incluían temas como el tequila o la reivindicación de algunas colonias populares de Ciudad de México, como la Guerrero, Tacubaya, Santa Julia, la “Bondojo”, Peralvillo o Tepito. En poco tiempo, Pérez Prado alcanzó la cima de su carrera. El respetable público mexicano lo amaba, aunque también levantaba ampollas entre algunos sectores conservadores.

 

Ricardo Lugo Viñas. Historiador

 

Lugo Viñas, Ricardo. “El Himno Nacional a ritmo de mambo”, Relatos e Historias en México, núm. 142. Pp. 34-37.

 

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