¿Hernán Cortés mandó traer a la Marcayda amorosamente a Nueva España o ella impuso su llegada reclamando el lugar y la fortuna que le correspondían por la conquista? ¿Qué sucedió realmente la noche de su muerte?
Tradiciones e imposiciones en el habla cotidiana después de la Conquista
El maguey y el pulque están presentes en varios códices antiguos en los que destaca su relevancia para las sociedades mesoamericanas y sus usos rituales.
¿Quién ganó con la conquista de México? Los indígenas que se aliaron con los españoles obtuvieron privilegios, aunque no tantos como los propios conquistadores. Con el paso del tiempo, ambos grupos vieron peligrar sus ganancias. Las antiguas noblezas prehispánicas empezaron a ser desplazadas y los conquistadores, por su parte, perdieron en lo político y lo económico frente a los funcionarios del rey.
Las primeras historias de la Nueva España las escribieron los conquistadores, los misioneros y algunos nobles indígenas aliados de la Corona de Castilla. Se puede pensar que todos fueron los ganadores, de modo que se ratificaría la frase del escritor británico George Orwell relativa a que son ellos quienes escriben la historia. Sin embargo, como mostraré en los párrafos siguientes, esos ganadores también se encontraban en riesgo de tener fuertes pérdidas y eso motivó, entre otras cosas, que tomaran la pluma para contar la historia.
Durante los tres siglos de existencia de la Nueva España, ni Cortés ni Cuauhtémoc fueron objetos de culto o vituperio semejantes a los que recibirían durante los siglos XIX y XX.
El 13 de agosto de 1521, los ruinosos restos de la gran Tenochtitlan y su ciudad hermana Texcoco eran mudos testigos de las palabras que, según la tradición, Cuauhtémoc, el último tlatoani mexica, pronunció ante su captor Hernán Cortés: “Señor, ya he hecho lo que soy obligado en defensa de mi ciudad y mis vasallos y no puedo más, y pues vengo por fuerza y preso ante tu persona y poder, toma ese puñal que tienes en el cinturón y mátame luego con él”.
Desde el pueblo de Akumal, Quintana Roo, la estatua de Gonzalo Guerrero parece desafiar el tiempo, contando sin palabras su historia. Vestido, peinado y tatuado como maya –aunque aún barbado– sostiene en su mano izquierda una lanza, mientras apoya la derecha de manera cariñosa sobre el rostro de uno de sus hijos, quien lo abraza de una rodilla. Atrás, su esposa Za’asil-Há amamanta al niño más pequeño y su hija juguetea con su otrora casco de guerrero español. Se encuentra, además, en postura de alerta, presto a defender a su familia de cualquier ataque y, asimismo, a la parte del mundo a la que ahora pertenece.