Una vez instalado en su departamento de la calle Lerma número 26, en la colonia Cuauhtémoc, William Seward Burroughs llamó a su esposa Joan Vollmer, hacia finales de septiembre de 1949, para que comenzara a organizar el viaje de ella y de sus dos hijos –Billy y Julie– a la Ciudad de México. Mientras esto sucedía, el escritor misuriano en ciernes se dedicó de tiempo completo a la actividad que por entonces más ocupaba su existencia: conseguir y consumir drogas. Casi a diario echaba a andar sus pasos por la avenida Reforma con dirección al centro de la ciudad para buscar droga. Pronto descubrió que en las farmacias mexicanas era posible conseguir morfina con una receta simple expedida por cualquier médico particular. A Burroughs eso le maravilló, en EUA aquello era imposible. Entonces prácticamente barrió con toda la morfina de las farmacias que encontró.
Por Dolores
Sin embargo, ese recurso le duraría muy poco. Pronto los médicos a los que solía acudir sospecharon de la adicción del joven y desgarbado gringo, y dejaron de suministrarle recetas. De modo que Burroughs se vio en la necesidad de frecuentar los bajos fondos de la ciudad en busca de dealers que le facilitaran esas drogas, particularmente opiáceos, a los que era adicto. Es así como conoce el Barrio Oriental, hoy Barrio Chino, en las inmediaciones de la Alameda Central. Así lo narra en su opera prima, la célebre novela-testimonio Yonqui, en la que Burroughs aborda el tema del consumo y tráfico de sustancias ilícitas:
“Tan pronto como estuve en México, empecé a buscar droga. O, por lo menos, siempre iba con los ojos bien abiertos, por si se presentaba ante mí de improviso. Como ya dije antes, huelo los barrios donde la hay. La primera noche iba paseando por la calle Dolores y vi un grupo de yonquis chinos delante de un tugurio, El Exquisito Chop Suey. Tratar con los chinos es difícil. Sólo hacen negocio con otro chino. De manera que pensé que intentar comprarles droga a aquellos individuos era perder el tiempo”.
Y en efecto, William no logró que los chinos, en ese entonces amos y señores del tráfico de opio en México, le vendieran droga. Pero entonces conoció a un personaje muy importante para sus fines: David Tesorero, un paisano suyo, desenfrenado, chicano, vendedor de joyas de supuesta plata, y, lo más importante, un adicto que conocía bien los tejes y manejes del movimiento y el ambiente de la droga en la ciudad. Tesorero –que también apareció en Yonqui bajo el nombre de Ike– abrió a Burroughs las puertas del underground mexicano.
Lola la Chata
Así, William y Tesorero comienzan juntos a drogarse. Él ponía el dinero; Tesorero, la droga. Solían inyectarse tres o cuatro veces al día. A ese ritmo no había droga que alcanzara; Burroughs necesitaba más y más, cada vez más droga. Entonces Tesorero le explicó la realidad, pues en la Ciudad de México sólo una persona controlaba el mercado negro de la droga: Lola la Chata –Lupita, en Yonqui–. María Dolores Estevez Zuleta, “Coatlicue de la cultura del narcotráfico a la mexicana, emperatriz de la droga durante los años veinte, treinta, cuarenta y cincuenta, dama de los enervantes, abeja reina del mercado negro de las sustancias”. De este modo describe a La Chata el investigador Jorge García-Robles.
La historia de Lola la Chata da para escribir un libro. Al respecto de ella, Burroughs escribió: “En México no hay más que un camello: Lupita. Lleva veinte años en el negocio. Empezó con un gramo de droga, y sobre ese gramo levantó el monopolio del negocio de la droga en la Ciudad de México”. Lola había nacido en La Merced. Nunca aprendió a leer ni a escribir, pero era muy buena con las cuentas. Su cuartel general estuvo en la calle San Simón, en el barrio de La Merced. Comenzó vendiendo droga disfrazada de vendedora de dulces, y terminó comprando a prácticamente toda la policía de la ciudad, desde los oficiales de a pie hasta los jerarcas de la policía antinarcóticos.
En 1934, ya con su emporio echado a andar, Lola fue encarcelada en Lecumberri. Salió libre y en 1945 fue nuevamente capturada y echa prisionera en las Islas Marías. Ahí construyó un hotel y un aeropuerto, para que su familia la pudiera visitar. Lola tenía montados puntos o centros de distribución de droga en prácticamente todo el centro de la ciudad; en el callejón de San Ciprián, Tepito; en San Nicolás y Camelia, en la Guerrero; en talleres mecánicos, con vendedores ambulantes de yoyos de plástico… Lola se convirtió en la máxima traficante de droga de América Latina, imperio que logró con la ayuda de su marido Enrique Jaramillo, un expolicía antinarcóticos. La Chata fue detenida por última vez el 4 de abril de 1957, bajo un fuerte operativo, en su casa de la colonia Prado Churubusco, en la calle Perseo 155. La mandaron a la Cárcel de Mujeres de Iztapalapa, donde murió 5 meses después, víctima de un paro cardiaco.
En realidad, Burroughs nunca conoció a Lola. Sin embargo, su historia le fascinó a tal punto que La Chata aparece en al menos tres de sus novelas: Yonqui, El almuerzo desnudo y Ciudades de la noche roja.
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