Los santuarios guadalupanos de Nueva España

Antonio Rubial García

El templo más antiguo dedicado a la Virgen de Guadalupe fuera de la Ciudad de México se construyó en San Luís Potosí en 1656, aunque en el siglo XVIII se promovió una nueva edificación para reemplazarlo y es la actual Basílica Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe.

 

Es un lugar común pensar que el culto guadalupano se hizo extensivo a todo el territorio de la Nueva España desde el momento mismo en que comenzó en la Ciudad de México; pero esta, como toda generalización, debe ser cuestionada si consideramos que procesos históricos como ese se dan a muy largo plazo y están condicionados por factores económicos, sociales y políticos, además de los puramente religiosos.

Uno de los elementos que favoreció dicha expansión fue sin duda la fundación de templos dedicados a la Virgen del Tepeyac en las principales ciudades del virreinato. A sus iglesias fueron enviadas varias de las imágenes guadalupanas creadas en los talleres de la capital, después de ser “tocadas con el original”. Estas pinturas se volvieron el centro de las capillas y fueron un importante instrumento para extender el culto.

Los primeros templos guadalupanos se fundaron en dos importantes reales mineros del norte (Zacatecas y San Luis Potosí) y en una urbe (Querétaro) que se había convertido en el núcleo desde donde salían los caminos hacia aquellas lejanas regiones. Los tres centros delimitaban una zona conocida como el Bajío desde el siglo XVI, la cual había estado habitada por pueblos nómadas llamados chichimecas en los tiempos prehispánicos. Desde 1550, sus ataques constantes a las caravanas que se dirigían a Zacatecas y a las minas de plata provocaron una guerra de exterminio y, una vez “pacificada” la zona alrededor del 1600, se inició en ella un proceso de colonización con pobladores tlaxcaltecas, otomíes y purépechas, a los que se unieron mestizos, mulatos, africanos y españoles.

A mediados del siglo XVII el Bajío se había convertido en una de las regiones más mestizadas y prósperas del reino, sede de importantes actividades mineras, agropecuarias, textileras y comerciales. Esto explica por qué fue esta la primera región en la que se fundaron santuarios guadalupanos, la mayoría de ellos construidos extramuros imitando la distancia que separaba el templo del Tepeyac de los márgenes septentrionales de la Ciudad de México. A lo largo del siglo XVIII se multiplicaron en las regiones norteñas del territorio esos espacios, surgidos como una necesidad de los dirigentes de la mayor parte de los centros urbanos del virreinato por vincularse con la capital y con su símbolo más importante.

El culto guadalupano llega al Bajío

El primer santuario dedicado a la Virgen de Guadalupe fue el de San Luís Potosí iniciado en 1656, a unos meses de haberse recibido la noticia del otorgamiento regio al real minero del título de ciudad. Al año siguiente, el obispo fray Marcos Ramírez de Prado lo visitaba, tomaba cuentas al mayordomo de la capilla y legitimaba su nombramiento de superintendente. Con la presencia y aval episcopales aumentaron los donativos y legados testamentarios y el templo se concluyó en 1661. Al año siguiente, durante la consagración del santuario, los franciscanos pretendieron administrarlo pues estaba en su territorio misionero, pero la ciudad se opuso a ello y se nombró a un sacerdote secular para atenderlo. Después de un corto pleito, la Corona y el obispo de Michoacán dieron al ayuntamiento de San Luis el dominio del santuario.

El siguiente santuario guadalupano fue abierto en Querétaro, promovido por una congregación de clérigos seculares fundada en 1668 dedicada a Nuestra Señora de Guadalupe. De hecho el gran benefactor del santuario, el sacerdote Juan Caballero y Ocio, poseía desde 1659 una copia fiel de la imagen original que según la tradición había pertenecido a Juan Diego y que este había legado a un hijo suyo. Este mismo mecenas fue quien pagó la suntuosa celebración de la consagración del santuario y encargo a Carlos de Sigüenza y Góngora que hiciera la relación de los festejos, Las glorias de Querétaro, cuya impresión también corrió a su costa.

En la narración de la celebración se menciona un desfile con los chichimecas dirigidos por Hernando de Tapia (el cacique otomí que los conquistó y fundó Querétaro) seguidos por la “reina de los toltecas”, por los emperadores mexicas (encabezados por Moctezuma II) y por los señores de Tezcoco a cuya cabeza iba Netzahualcóyotl. La tropa terminaba con un a caballo que traía a “Carlos V” y con un carro triunfal en forma de barco en cuya popa venía la imagen de la Virgen de Guadalupe, rodeada de ángeles; una niña a sus pies arrojando flores representaba las tierras del Anáhuac.

En Zacatecas se erigió el tercer santuario guadalupano por el vicario y juez eclesiástico de la parroquia del real minero, Pedro Cortés García, quien inauguró los trabajos de construcción el 3 de febrero de 1677 a las afueras de la ciudad. Hacía 1685 se fundó en él una cofradía de María Santísima de Guadalupe. Cuando el templo aún no se concluía, el ayuntamiento de Zacatecas lo entregó a los franciscanos en septiembre de 1702 para que fundaran ahí un hospicio. Ahí fray Antonio Margil inició en 1709 la fundación del colegio de Propaganda Fide, al lado del santuario, el cual se convirtió en una importante base para las futuras misiones al norte del territorio.

En otro próspero centro minero del Bajío, Guanajuato, el santuario de la Virgen de Guadalupe fue erigido en 1720. Su templo llegó a ser uno de los más ricos y populares gracias a las dádivas de los propietarios de las minas de Rayas y de la Valenciana, quienes lo llenaron de ornamentos de plata, telas finas, cuadros, esculturas, retablos y muebles. Además de las donaciones aportadas por los ricos, el popular santuario recibió limosnas de sus peregrinos, que recibían a cambio de ellas estampas impresas en el propio templo.

En adelante otros santuarios guadalupanos se crearon en dicha región a lo largo del siglo XVIII (Irapuato, Salamanca y Acámbaro entre otros). El Bajío pertenecía al obispado de Michoacán, diócesis con el mayor número de cofradías dedicadas a la Virgen de Guadalupe, lo que explica la gran importancia que tuvo esta imagen en el movimiento independentista surgido en dichas regiones.

Junto con los ayuntamientos y cofradías, los obispos también jugaron un papel importante en la promoción de santuarios guadalupanos, sobre todo aquellos prelados que estuvieron relacionados con el cabildo de la catedral de México. En Durango, la capital de la diócesis de Nueva Vizcaya, el santuario de Guadalupe fue fundado durante el episcopado de Pedro de Tapiz y García entre 1714 y 1722. En varias ocasiones la imagen que en él se veneraba era trasladada a la catedral para celebrar novenarios y se volvió uno de los referentes más importantes de la ciudad.

En la diócesis de Michoacán, fue el obispo criollo limeño Manuel Escalante y Colombres quien en 1708 inició las labores de un santuario a la Virgen de Guadalupe en Valladolid (hoy Morelia), extramuros de la ciudad, a media legua rumbo al oriente. Terminado en 1716, junto a él se abrió una casa para ejercicios espirituales o de retiro. Poco tiempo después, en 1733, el ayuntamiento donó al santuario una considerable extensión de terreno, para que repartido en lotes puestos a censo pudiera sostenerse el culto en el santuario. La veneración a la guadalupana estaba para entonces tan arraigada en Valladolid que a ella se le dedicó una de las fachadas laterales de su catedral recién concluida en 1744.

 

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Antonio Rubial García. Doctor en Historia de México por la UNAM y en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla (España). Se ha especializado en historia social y cultural de la Nueva España (siglos XVI y XVII), así como en cultura en la Edad Media. Entre sus publicaciones destacan: La Justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo (Ediciones de Educación y Cultura/Trama Editorial, 2011); El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804) (FCE/UNAM, 2010); Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana (Taurus, 2005); La santidad controvertida (FCE/UNAM, 1999); y La plaza, el palacio y el convento. La Ciudad de México en el siglo XVII (Conaculta, 1998).

 

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