Los moros eran de los principales blancos de la ira de los santos vengadores, aunque después dirigirían su furia a los protestantes y otros sectores que consideraban enemigos de la Iglesia.
En una autobiografía escrita por Ignacio de Loyola y recopilada por el jesuita portugués Luís Gonçalves da Câmara entre 1553 y 1555, se narraba un hecho que le sucedió al futuro fundador de la Compañía de Jesús en un camino, cuando le alcanzó un moro cabalgando en su mulo. La conversación recayó muy pronto en el tema de Santa María: el moro aceptaba la concepción de Jesús sin intervención de varón, pero puso en duda que la madre hubiera quedado virgen después del parto. El hombre se adelantó en el camino y dejó a San Ignacio pensativo, “pareciéndole que había hecho mal en consentir que un moro dijese tales cosas de nuestra Señora, y que era obligado volver por su honra. Y así le venían deseos de ir a buscar al moro y darle de puñaladas por lo que había dicho”. Después de examinar lo que sería bueno hacer, se determinó dejar ir a la mula con la rienda suelta hasta al lugar donde se dividían los caminos: “si la mula fuese por el camino de la villa, él buscaría el moro y le daría de puñaladas, y si no fuese hacia la villa, sino por el camino real, dejarlo quedar”. El moro se salvó pues “quiso nuestro Señor que, aunque la villa estaba poco más de treinta o cuarenta pasos, y el camino que a ella iba era muy ancho y muy bueno, la mula tomó el camino real, y dejó el de la villa”. En este caso excepcional la voluntad de Dios se mostró contraria al merecido castigo de quien había mancillado el honor de la Virgen María.
La Compañía de Jesús fundada por San Ignacio de Loyola se convirtió en la gran difusora de los valores sociales y morales avalados por la Contrarreforma católica y las vidas de los santos, ante la reacción protestante contra su culto, se volvieron muy eficaces instrumentos para tal fin. Uno de los mensajes con mayor difusión por parte de los jesuitas fue el relacionado con el castigo divino de los pecadores que atentaban contra el honor y la integridad de sus santos, idea que reforzaba el tópico presente desde el Antiguo Testamento sobre el “temor de Dios”. Como quedaba claro en la narración de San Ignacio, el castigo para quienes deshonraban la memoria de los santos no podía quedar más que en las manos de Dios. En su infinita justicia, Él impondría la penitencia apropiada a aquellos que cometían tal desacato y reinvicaría el honor de sus santos.
Si la anécdota del moro hubiera estado inscrita en una hagiografía, la narración habría terminado con un castigo ejemplar para quien se atrevió a dudar de la virginidad de María. Estos finales eran lo más común en este género de textos, siendo el más representativo del siglo XVI el Flos Sanctorum de las vidas de los santos. Obra del jesuita gallego Pedro de Ribadeneyra (1526-1611), salió impresa en dos volúmenes entre 1599 y 1601, y recibió varias reediciones y ampliaciones hasta el siglo XVIII. Ribadeneyra había ocupado importantes cargos en la Compañía, conoció a San Ignacio, quien lo había invitado personalmente a unírseles, y había escrito una biografía del santo que redactó primeramente en latín (1572) y luego en castellano (1583), y que fue rápidamente traducida al alemán, al francés, al italiano y al flamenco.
Es por demás significativo que en el tema de la “justicia divina” el jesuita español siga los modelos que, como vimos en la entrega anterior, había instaurado el dominico italiano Jacobo de la Vorágine tres siglos atrás. Un ejemplo de ello se puede observar en la anécdota que narra Ribadeneyra sobre un jugador sacrílego, que en la ciudad de Trapani “hirió” con su espada dos imágenes, una del carmelita San Alberto y otra de la Virgen María, porque culpaba a ambos santos de la pérdida de toda su hacienda en el juego. El escritor cuenta que de las imágenes salió mucha sangre y un rayo “hizo cenizas a aquel pobre y desventurado sacrílego”. La moraleja iba dirigida a una época en la cual los protestantes habían hecho trizas muchas imágenes sagradas, pero también predicaba para extirpar el vicio del juego.
El mismo fin moralizante tenía la narración de la vida de San Marcio, un ermitaño que vivía en una cueva en Campania (Italia), al cual “cierta mujer liviana, instigada de la vencida sierpe, intentó inútilmente seducir”. Al bajar del monte la pecadora murió, “dando Dios con esto a entender cuánto se había ofendido de que aquella deshonesta mujer se atreviese a querer inquietar a su siervo”. Aquí también es clara la moraleja dirigida a aquellas que ponían sus ojos en los ministros y sacerdotes que habían dedicado su castidad a Dios.
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Antonio Rubial García. Doctor en Historia de México por la UNAM y en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla (España). Se ha especializado en historia social y cultural de la Nueva España (siglos XVI y XVII), así como en cultura en la Edad Media. Entre sus publicaciones destacan: La Justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo (Ediciones de Educación y Cultura/Trama Editorial, 2011); El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804) (FCE/UNAM, 2010); Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana (Taurus, 2005); La santidad controvertida (FCE/UNAM, 1999); y La plaza, el palacio y el convento. La Ciudad de México en el siglo XVII (Conaculta, 1998).
Los santos vengados