Los primeros milagros atribuidos a la Virgen de Guadalupe

Gisela Von Wobeser

El sobrenombre de Guadalupe para la Virgen María del Tepeyac fue dado por el arzobispo Alonso de Montúfar, quien para impulsar la devoción a esa imagen usó el afamado nombre de una virgen de Cáceres, España.

 

Fueron los conquistadores españoles quienes introdujeron el culto a la Virgen María en Mesoamérica. Portaban consigo imágenes marianas, bajo cuyo amparo luchaban en contra de los indios. Dado que muchos eran extremeños, atribuyeron a Nuestras Señoras de Guadalupe (la española) y de los Remedios sus éxitos bélicos. En concreto, creyeron que sus triunfos se debieron a que ellas arrojaban tierra en los ojos de los indios para cegarlos y así mermar su capacidad de lucha. A medida que fueron conquistando los distintos pueblos o haciendo alianzas con los caciques, les entregaron imágenes de la Virgen, con la consigna de que las veneraran en sustitución de sus dioses.

Una vez conquistada la ciudad de Tenochtitlan en agosto de 1521, los españoles consideraron necesaria la cristianización de los indios. Con tal propósito, en 1523 llegó a la Ciudad de México un primer contingente de franciscanos, entre los que estaba fray Pedro de Gante; al año siguiente, arribaron 12 franciscanos españoles, al mando de Martín de Valencia. A principios de 1525 iniciaron la evangelización sistemática de los pueblos situados en las inmediaciones de México-Tenochtitlan. Las estrategias que emplearon fue sacar a los indios de los teocalli (templos) y amenazarlos con castigos si persistían en la “idolatría”; derribar los templos prehispánicos; levantar iglesias y ermitas en los antiguos centros de culto; destruir sus códices y deidades, y sustituir estas últimas por cruces o figuras de santos, de Cristo y la Virgen.

En el cerro del Tepeyacac (después llamado Tepeyac), situado al norte de Tenochtitlan, había un santuario prehispánico en el que se adoraba a la diosa Tonantzin (“nuestra madre”, en náhuatl). Con la finalidad de suplantar este culto, los franciscanos levantaron allí una pequeña ermita y colocaron en ella la pintura de la Virgen María, que hoy día se venera como Nuestra Señora de Guadalupe en la Basílica del Tepeyac. La imagen no respondía a una advocación específica; únicamente era una representación de la madre de Dios. Ignoramos la fecha exacta de dicha fundación, pero según fray Luis de Cisneros fue “casi desde que se ganó la tierra”, es decir, poco después de la caída de Tenochtitlan.

Si bien actualmente el inicio del culto guadalupano está asociado con las apariciones de la Virgen al indio Juan Diego en diciembre de 1531 y con la impresión de su retrato en su tilma, no existe ninguna referencia a estos hechos que date de la época en que supuestamente sucedieron. No se mencionan en las crónicas de las órdenes religiosas ni en los informes gubernamentales, y están ausentes en la vasta obra de fray Juan de Zumárraga, quien supuestamente los presenció. Por lo tanto, no pueden considerarse hechos históricos, sino una reconstrucción realizada unos cien años después de que inició el culto.

Entre Guadalupe y Tonantzin

Si bien la creencia en las apariciones fue tardía, el culto inició de manera temprana. Sabemos que, a mediados del siglo XVI (unos treinta años después de la edificación de su ermita), la Virgen del Tepeyac ya había adquirido la fama de ser milagrosa y el sitio se había convertido en un importante santuario, visitado por numerosos fieles (españoles, indios y mestizos) de diferentes niveles sociales, para rezarle a la Virgen y traerle limosnas.

En 1554 el recién arribado arzobispo Alonso de Montúfar reconoció el potencial del santuario del Tepeyac, por lo que incorporó la ermita a la arquidiócesis de México. Poseer una imagen milagrosa era una manera de demostrar que lo sagrado estaba presente en el arzobispado, y beneficiarse de las cuantiosas limosnas y donativos que generaba la ermita resultaba conveniente para la diócesis.

Con la finalidad de impulsar la devoción a la Virgen y fortalecer su imagen, Montúfar la dotó del sobrenombre de Guadalupe, propio de una pequeña escultura negra que representaba a la Virgen con el Niño, procedente de Cáceres, España. Al ser una de las principales devociones marianas españolas, transmitió a la novohispana su prestigio y reputación. De hecho, muchos fieles creían que era la misma advocación. Además, construyó una nueva ermita, más espaciosa que la anterior.

El arzobispo Montúfar, interesado en subrayar la capacidad milagrosa de la imagen del Tepeyac, en una misa celebrada en la ermita el 6 de septiembre de 1556, la comparó con las prestigiadas imágenes europeas de Nuestras Señoras de la Antigua, de los Reyes, de los Remedios, del Orito, de Monserrat y de la Peña, que tenían fama de ser muy milagrosas. Dado que sabía que los franciscanos se oponían a adjudicar capacidades milagrosas a las imágenes, esa misma tarde envió al convento de Santiago Tlatelolco a unos allegados suyos para sondear cómo reaccionarían ante su sermón. Los recibieron los frailes Antonio de Guete y Alonso de Santiago, quienes expresaron su desacuerdo y, con base en el capítulo 13 del Deuteronomio, sentenciaron que adorar a la Virgen María cual si fuera una diosa era idolatría y ponía en peligro la salvación de sus almas. Además, objetaron que los milagros atribuidos a ella no estaban comprobados y censuraron a Montúfar por nombrarla Guadalupe (propio de la Virgen extremeña), cuando debía llamarla “de Tepeaca o Tepeaquilla”.

Dos días después, el 8 de septiembre, el provincial franciscano, Francisco de Bustamante, celebró una misa solemne en honor al natalicio de la Virgen, en el convento de San Francisco de la Ciudad de México, a la que asistieron el virrey de Nueva España y las principales autoridades civiles y eclesiásticas del reino. Durante el sermón, enardecido de rabia y en un acto insólito, inculpó a Montúfar de favorecer la idolatría entre los indios al sostener que la imagen de la Virgen hacía milagros no comprobados. Entre los puntos que trató están los siguientes: que era “en gran perjuicio de los naturales, porque les daban a entender que hacía milagros aquella imagen que pintó un indio” y con ello contradecía las enseñanzas que los franciscanos habían dado a los indígenas respecto a que “no habían de adorar aquellas imágenes, sino lo que representaban, que está en el cielo”; que los milagros que predicaba no estaban comprobados, y que no había transparencia en el destino que se daba a la limosna recaudada en el lugar y que “fuera mejor darla a pobres vergonzantes que hay en la ciudad”. Finalmente, solicitó que intervinieran el virrey y la Audiencia para censurar a los responsables y “al primero que dijo que [la imagen] hacía milagros le dieran cien azotes y al que lo dijere de aquí adelante […] le diesen doscientos”.

La postura del provincial Bustamante concordaba con la de muchos religiosos que temían que los indios cayeran nuevamente en la idolatría por medio de los cultos sincréticos. La condenación más severa provino de fray Bernardino de Sahagún quien, en 1576, en el apéndice al libro XI “Adición sobre supersticiones”, de Historia general de las cosas de Nueva España decretó: “Parece esta invención satánica para paliar la idolatría debajo de la equivocación de este nombre Tonantzin, y [los indios] vienen ahora a visitar a esta Tonantzin de muy lejos, tan lejos como de antes, la cual devoción también es sospechosa, porque en todas partes hay muchas iglesias de Nuestra Señora, y no van a ellas, y vienen de lejanas tierras a esta Tonantzin, como antiguamente”. Atribuye esta situación al equívoco que se había generado al traducir la palabra Virgen al náhuatl como Tonantzin –que significa “nuestra madre”, vocablo propio de la diosa indígena–, en vez de Inantzin, que significa “madre de Dios” y que hubiera sido lo correcto.

 

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