El espíritu “nacionalista” de Andrés Cavo

Un mexicano jesuita

José M. Muriá

El antiguo insurgente Carlos María de Bustamante hizo una edición del manuscrito de Cavoen la década de 1830. Sin embargo, trató de “completar” la historia del jesuita e incluso cambió palabras por no considerarlas convenientes, además de hacer modificaciones de fondo a la obra.

 

Este texto procede de una nueva lectura, aunque fuera rápida, de la Historia de México (en realidad, de la Ciudad de México) de 1766, del jesuita tapatío Andrés Cavo, en la edición que preparó el también jesuita y poseedor asimismo de una vasta cultura, Ernesto J. Burrus, publicada por vez primera en Editorial Patria en 1949. Lo hice, ahora, en la reedición de la UNAM de 2013, con un texto preliminar ni más ni menos que de mi muy querido y todavía llorado maestro Miguel León-Portilla, quien también tuvo que ver con mis estudios de antaño y en cuyas palabras reconocí diversas ideas que había compartido conmigo entonces.

Vale señalar que la UNAM le entró al quite para desenterrar la obra de Cavo, agotada desde hacía años, entre otras cosas, porque las organizaciones jesuitas, especialmente las de Guadalajara, “se hicieron como si la Virgen les hablara”. Conviene subrayar que estudié la versión de Burrus –un sabio jesuita que resultó gringo por solo unos cuantos metros, puesto que nació en El Paso, Texas–, ya que la edición debida a Carlos María de Bustamante, emanada también del manuscrito original y que se publicó por primera vez entre 1836 y 1838, si bien conserva mucha fama, resulta que tiene muchos peros.

Una edición “adulterada”

Lo menos grave es que Bustamante se colgara del brazo del autor para “acompletar” por su cuenta la historia hasta la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México en 1821, siendo que Cavo terminó su texto, con toda intención, en 1766, justo un año antes de la terrible expulsión de que fue objeto él mismo junto con toda la Compañía de Jesús. Lo hizo, dijo, para que el estado de ánimo no influyera demasiado en lo que hubiera escrito de haber seguido adelante. Mas lo peor fue que Bustamante, con toda intención, le cambió palabras y hasta hizo modificaciones de cierto fondo, por no considerarlas convenientes. Nadie se ha tomado la molestia de comparar letra a letra una versión con otra, pero nos basta con la apreciación de Burrus.

La versión de Bustamante tuvo dos ediciones más en el mismo siglo XIX y, según dice Burrus, íbamos de mal en peor porque, además de las adulteraciones del editor, se fue acumulando una cauda de erratas. En suma, esos textos podrán servir para estudiar el pensamiento del propio Bustamante, al ver qué fue lo que no le gustó de Andrés Cavo, pero para poca cosa más. Debo dejar constancia, también, de que me animó mucho un artículo del historiador laguense Sergio López Mena, publicado en 2012 en la revista Literatura Mexicana.

La expulsión y la ordenanza

La expulsión de los jesuitas (1767) y la Real Ordenanza de Intendentes (1786) son dos ejemplos concatenados y muy claros de la soberbia española y la perenne estulticia borbónica que contribuyeron sobremanera, sumándose la una a la otra, a la gestación de un espíritu independentista en sus colonias americanas. Las reformas a que dio lugar la Real Ordenanza en cuestión causaron daños severos a la economía de los americanos adinerados, en beneficio de la Corona borbónica, al tiempo que reducían la capacidad de decisión de los criollos en sus asuntos particulares.

Expulsar de su propia tierra a un conglomerado que destacaba en ella por su mejor preparación y mayores conocimientos, contribuyó mucho a generar la idea de que convendría a todas luces mandar a su majestad por un tubo, sobre todo cuando iban creciendo y floreciendo las semillas, que en buena medida habían sembrado los jesuitas, respecto a que la soberanía residía en el pueblo.

De esto dan claras muestras obras que se escribieron precisamente desde el exilio que, como bien se sabe, convoca a un mayor aprecio por el solar nativo, máxime cuando no se puede regresar a él, como fue el caso de esta horneada de jesuitas, por disposición de un señor que ni siquiera se había dignado a poner un pie en dicho solar y, además, había mostrado que lo único que le interesaba era chuparle la sangre a más no poder.

Tengo en mente la obra de Francisco Javier Clavijero, Historia antigua de México, que emerge “de la triste situación” a la que se hallaba “condenado”, que viene a ser la misma razón que impele a Cavo a escribir lo que en realidad terminan por ser unos “anales” de la Ciudad de México, a cuyo ayuntamiento le dedica la obra a la que, al traducirla del italiano al español, le impuso por título Historia civil y política de México.

 

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