Una interpretación desde la economía política de la Revolución Mexicana

El campesinado, burgués radical en la Revolución Mexicana

Rosa Albina Garavito Elías

 

La ley de desamortización de los liberales de la Reforma, cuya intención era el desarrollo de la pequeña propiedad, derivó en el acaparamiento de la tierra por modernos hacendados. Por razones económicas y políticas, estos chocaban con los antiguos latifundistas, que se habían convertido en un obstáculo a la modernización y a la renovación del grupo en el poder. Así, de una familia de prósperos hacendados, surgió Madero para encender la mecha de la revolución. Sin embargo, ante la falta de respuesta para disolver la gran propiedad de la tierra, y con ello la explotación y pobreza campesinas, los zapatistas se alzaron en armas y con ello contribuyeron a barrer con los obstáculos a la expansión capitalista.

 

En 1909, en su influyente obra Los grandes problemas nacionales, Andrés Molina Enríquez afirmaba que “la Revolución en Francia no solo desamortizó los bienes del clero, sino también los de la nobleza. Una obra parecida quisiéramos nosotros en la zona de los cereales, y es necesario hacerla y se hará, o por los medios pacíficos que indicamos, o por una revolución que más o menos tarde tendrá que venir” (cursivas mías). Un año después estallaba la Revolución mexicana.

No es que Molina Enríquez fuera un profeta, pero sí un profundo estudioso de los resultados del Decreto sobre Desamortización de Fincas Rústicas y Urbanas de las Corporaciones Civiles y Eclesiásticas, conocido como Ley Lerdo, y que lejos estuvo de generalizar la pequeña propiedad. Los bienes del clero se habían desamortizado, pero muy pronto los europeos no españoles nacidos en México (los nuevos criollos) habían concentrado la propiedad de la tierra, y en la base de esa concentración estuvo el despojo de las tierras comunales de los pueblos indígenas que el gobierno de Porfirio Díaz extendió aún más. Este despojo detonó las contradicciones del desarrollo capitalista del periodo, las cuales no pudieron procesarse más en los marcos de la pax porfiriana. Era necesaria entonces otra desamortización de la propiedad, por la vía pacífica o mediante una revolución.

Si algunos sueños quedaban sobre la vía farmer –esto es, la pequeña propiedad agraria como base del desarrollo–, estos se hicieron añicos durante el Porfiriato. Recordemos que los gobiernos liberales pretendieron emular a Estados Unidos al elegir esa vía para construir las bases materiales de un pujante capitalismo. Como aprendices de brujo, combatir el poder de la Iglesia les costó generar un nuevo sector de terratenientes: los hacendados modernos. Y a ese propósito se dedicó con esmero el también destacado liberal Porfirio Díaz, héroe de la guerra contra la Segunda Intervención francesa (1862-1867).

En la base de esta expansión capitalista promovida por Díaz a lo largo de tres décadas, se acumuló tal nivel de contradicciones que, llegado 1910, no encontraron otra solución que el estallido social armado. Así que el despojo de las tierras comunales, la concentración de la tierra en nuevos y grandes latifundios, el empobrecimiento generalizado de la población, la inserción obligada al nuevo polo hegemónico internacional (EUA), una acumulación orientada hacia el mercado externo, y al final, pero no menos importante, la crisis económica mundial de 1907-1908; todo ello en el marco de un Estado oligárquico-burgués autoritario, constituyó una bomba de tiempo que terminó por estallar en vísperas de la proyectada reelección en 1910 del dictador Díaz. Y si bien dichas contradicciones se expresaron en intensidad y modalidades diversas según la región del país, lo cierto es que todas confluyeron hacia el movimiento armado.

 

Los hacendados modernos

 

La Ley Lerdo fue expedida el 25 de junio de 1856. Esta y las subsecuentes legislaciones durante el gobierno de Díaz fueron la base jurídica para la constitución de los hacendados modernos, es decir, la burguesía terrateniente que no eran otros que los nuevos criollos. En el norte del país, además, estaba la fuerte presencia de los inversionistas extranjeros como grandes propietarios de la tierra, fundamentalmente de EUA.

El despojo de las tierras comunales de los pueblos indios significó la oportunidad para que las fracciones del capital que aún se encontraban en el nivel de la circulación –esto es, la burguesía comercial y financiera– invirtieran en la compra de tierras, y con ello que el modelo oligárquico que databa de la Colonia se profundizara aún más. Fue una excelente palanca para la acumulación originaria en México. Al respecto, Molina Enríquez señala: “Siendo así, como era efectivamente, los criollos nuevos, que merced a la minería, al comercio, al contrabando, o al agio privado u oficial, habían logrado reunir capitales de relativa consideración, no podían fincar sus capitales para darles la seguridad y firmeza que tiene siempre, aun en los países más agitados, la propiedad raíz”. Se trataba de seguridad económica, cierto, pero también de la búsqueda de legitimidad social y con ello de participación en el ejercicio del poder.

Sobre los nuevos propietarios, apunta el historiador Jan Bazant: “En 1856, de 570 fincas, seis personas compraron 301, elementos tan eminentemente citadinos como los comerciantes y profesionistas; se podría deducir la transformación de la clase de hacendados, en una clase en cierto sentido urbana”. Por su parte, el historiador Andrés Lira afirma que Miguel Lerdo de Tejada, ministro de Hacienda, “procuró aplicarla [la Ley Lerdo] y dar constancia de sus efectos; así, en la Memoria de Hacienda advirtió que de julio a diciembre de 1856 se habían desamortizado bienes cuyo valor superaba los 23 millones de pesos y que se habían creado más de 9 000 propietarios individuales en operaciones que cubrían casi todo el territorio del país”.

La conversión de la burguesía comercial y financiera en hacendados modernos imprimió al desarrollo capitalista de esa etapa un carácter híbrido. Por un lado, la convivencia entre hacendados modernos y tradicionales nos recuerda a la segunda vía planteada por Carlos Marx en su pasaje sobre los dos caminos de transición del feudalismo al capitalismo, al menos porque esa convivencia no contribuyó a destruir el viejo orden de producción de los terratenientes tradicionales. Sin embargo, el desarrollo de las fuerzas productivas que implicó la expansión de los hacendados modernos, dedicados a la producción para el mercado externo, fue tan revolucionaria como la vía uno de Marx. Así, la generalización del desarrollo capitalista nació en México atrapada entre la hibridez y la oligarquización burguesa.

 

Los obstáculos al desarrollo capitalista

 

Esta hibridez no podía ser inocua para ese desarrollo; por el contrario, la coexistencia entre ambos tipos de hacienda generó fuertes contradicciones. Veamos.

La baja productividad en las haciendas tradicionales dedicadas a la producción de bienes básicos presionaba sobre el precio de estos bienes, y por ende sobre el costo de la fuerza de trabajo contratada por los hacendados modernos. Para los tradicionales, por su parte, el interés del control social y político sobre los campesinos estaba por encima del interés económico de la producción. Al respecto, Friedrich Katz señala: “A pesar de que la demanda de maíz y trigo aumentó considerablemente en el periodo de Díaz, la producción bajó y México dependió cada vez más de la importación de estos productos”.

Otra expresión de las contradicciones entre hacendados modernos y tradicionales fue que el mayor dinamismo de los primeros no solamente despojaba a los pueblos indígenas de sus tierras comunales, sino que constituía una amenaza permanente a la misma propiedad de los terratenientes tradicionales. Así, la disolución de los latifundios tradicionales era un proyecto acariciado por los hacendados modernos, con el interés netamente burgués de expandir su producción.

La traba impuesta al desarrollo capitalista por los obstáculos a la libre circulación de la fuerza de trabajo fue otra contradicción no menos importante. Pero esta no expresaba una pugna entre ambos tipos de hacendados, sino una práctica que los involucraba. Me refiero a la existencia del peonaje por endeudamiento y al trabajo esclavo. De acuerdo con los análisis de Katz basados en la muy escasa información sobre las condiciones laborales en las haciendas del Porfiriato, estas características correspondieron sobre todo al sureste del país, en las haciendas dedicadas a la producción de henequén, tabaco, caucho y café.

Una traba más al desarrollo capitalista provocada por esta hibridez fueron las tiendas de raya que limitaban la ampliación del mercado interno. Según Katz, este fenómeno se hizo presente en mayor medida en el sureste mexicano, así como en Tlaxcala y Puebla, por la competencia con los establecimientos fabriles; y en el norte, en Durango, por su lejanía relativa con la frontera.

Por último, pero no menos importante, recordemos que en la base de esta oligarquización burguesa estaba la concentración de tierras, la llamada vía junker, que expresaba de manera dramática el fracaso de los liberales del siglo XIX para construir la vía farmer, y que constituyó un fuerte impedimento al uso de la tierra como espacio para la inversión.

Desde este entramado rural alrededor de la concentración de la propiedad y el consecuente despojo a las tierras comunales, el Porfiriato dio vida a un Estado oligárquico-burgués. En su estructura de dominación coexistieron –sin hegemonía plena– fracciones de la burguesía cuyos proyectos de dominio chocaban entre sí debido a su distinta inserción en la estructura productiva y a su diferente relación con los grupos dominados.

Por su parte, la burguesía industrial, aún con condiciones insuficientes para hacerse de la hegemonía política, dado el escaso y concentrado desarrollo del sector, parecía sentirse a sus anchas al interior de un Estado que todavía no reconocía a la clase trabajadora como parte constitutiva del mismo (lo cual se lograría hasta la Constitución de 1917). Sin regulación sobre la jornada de trabajo, salario, condiciones laborales, y sin tribunales en la materia, todo quedaba en manos del dictador Díaz. El estallido de violencia con la llamada huelga de Río Blanco, en 1907, habla de las formas de resolver los conflictos a favor del capital y sin reconocer derecho alguno a los trabajadores. Mientras tanto, el magonismo, a través de la formación de círculos obreros y del periódico Regeneración, sentaba las bases para la creación del artículo 123 en el Congreso constituyente de 1916-1917. El viejo topo de la historia hacía su labor.

Así, en la mano fuerte del dictador, los intereses contrapuestos se procesaban de manera discrecional, no con la universalidad a la que obliga la aplicación de la ley. En términos políticos, el choque entre las dos fracciones de la burguesía terrateniente consistía en que la tradicional pugnaba por restringir el ejercicio del poder a las élites, mientras que la segunda respaldó de manera tibia la reivindicación democrática de la libertad para elegir a los gobernantes, postura más acorde con un modelo clásico de desarrollo burgués. Fue esa la demanda que de manera decidida enarboló Francisco I. Madero –miembro de una de las familias de hacendados modernos más prósperas del norte del país–, y con la cual encendió la mecha de la revolución.

Por su explosividad, y también por limitaciones de espacio, en este pequeño ensayo me limito a las contradicciones generadas en el sector rural. Así, la concentración de las tierras en pocas manos, el despojo de los campesinos, el empobrecimiento generalizado, así como la convivencia entre haciendas modernas y tradicionales, terminaron por imponer serios obstáculos al desarrollo capitalista de la economía mexicana. Fue allí donde se hicieron evidentes las limitaciones del carácter oligárquico de dicha burguesía: como clase, requería eliminar la gran concentración de la tierra para que la acumulación del capital se expandiera, pero combatir esa concentración atentaba contra sus propias bases de existencia material y de valorización de su capital.

 

¿Cómo romper con esa traba?

 

A diferencia de Europa, en México no fue la naciente burguesía la que intentó romper con esos obstáculos, sino la única clase que nada tenía que perder: el campesinado. De ahí que sostenga la tesis de que este cumplió con la función histórica del burgués radical. Inserta como estaba en los grandes latifundios, la burguesía se encontraba imposibilitada para encabezar una lucha por la libertad del trabajo y del comercio, así como por la explotación productiva de las haciendas tradicionales, que en el caso de México implicaba su reparto. Ninguna clase se suicida. No podía levantar el proyecto que liberalizara y democratizara el ejercicio del poder político sin correr el peligro de eliminar sus bases materiales de sustentación económica. No podía llamar al reparto agrario y a la restitución de tierras sin atentar contra sus propias bases materiales de reproducción. Tenía que ser el campesinado, que no hacía distingos entre uno y otro tipo de terratenientes, el que levantara esas banderas.

La contradicción fundamental entre terratenientes de todo cuño y el campesinado se manifestó como antagónica en el momento de la crisis revolucionaria. Y el programa para superarla fue el Plan de Ayala de Emiliano Zapata (28 de noviembre de 1911). Con este, los campesinos de Morelos se ponían al frente del campesinado en su conjunto para responder a la tibieza del presidente Madero en cuanto a su programa agrario. Así, el interés inmediato del campesinado en la restitución de sus tierras y el reparto agrario coincidió con el interés histórico burgués de sentar las bases para la ampliación y profundización de la acumulación capitalista.

Por supuesto, la demanda de restitución y reparto de tierras no fue exclusiva de los zapatistas, sino que había estado presente también en las múltiples movilizaciones agrarias del siglo XIX, y en el estallido revolucionario de 1910, como parte de las reivindicaciones del ejército de Francisco Villa. No podía ser de otra manera, dado el despojo y la concentración de tierras –si bien no comunales– en el norte del país. No en balde la alianza en 1914 de ambos ejércitos en la Convención de Aguascalientes y poco después la firma del Pacto de Xochimilco.

Sin embargo, a diferencia del campesinado de Morelos, la movilización de las huestes villistas tuvo un componente más variado, en el que estuvieron presentes agravios y reivindicaciones netamente políticas, como el respeto a las elecciones municipales (recordemos el antecedente del levantamiento de Tomochic en 1891), además del aliento de grandes terratenientes como los Terrazas a las movilizaciones campesinas con el objeto de debilitar la gran concentración del poder en manos de Díaz. Así, la mayor complejidad de la Revolución en el norte provoca que sea en el Ejército Libertador del Sur donde se sintetice la demanda del campesinado nacional, con la centralidad de la restitución de tierras y el reparto agrario. De ahí su vanguardismo para el movimiento campesino. Sin embargo, un vanguardismo insuficiente para encabezar un proyecto de nación, aunque sí para sentar las bases del que se desarrollaría en el siglo XX.

Pero, ciertamente, fue la burguesía de las haciendas modernas la que prendió la mecha de la revolución al demandar a Porfirio Díaz la democracia política. Al exigir Madero –el prototipo de ese hacendado moderno– democracia, no entendió que la dominación tradicional y autoritaria del dictador respondía a los intereses económicos de la oligarquía terrateniente de la que él mismo formaba parte. Para liberales como Madero, el problema fundamental consistía en diseñar nuevas reglas para el ejercicio y distribución del poder, que en el régimen oligárquico de Díaz se había concentrado en las manos del dictador. Se trataba, en términos de Max Weber, de una estructura de dominación tradicional con decisiones casuísticas, que para la pujante burguesía rural, comercial y financiera era insuficiente para garantizar la necesaria estabilidad y previsibilidad al proceso de acumulación capitalista. Sobre todo porque en la base de la larga pax porfiriana se encontraba el acuerdo político con los conservadores, viejos herederos de las canonjías y fueros de la Colonia. Por su parte, a esta aristocracia terrateniente, la dominación tradicional de Díaz le era sumamente funcional –a pesar de las contradicciones entre sus poderes locales y el enorme poder central–, mientras que para los hacendados modernos ese régimen era obsoleto, tanto en términos políticos como económicos.

 

Hacia la expansión capitalista

 

Llamar a elecciones limpias sin eliminar la estructura de la propiedad agraria era un contrasentido. Los campesinos, sobre todo los zapatistas de Morelos, lo tuvieron totalmente claro. Y de esa manera asumieron el papel histórico del burgués radical. En la Historia crítica de la plusvalía, Carlos Marx plantea que el dueño de la tierra es una figura completamente superflua para la producción capitalista y que la finalidad de esta última “se consigue por entero” si la tierra pertenece al Estado. Inmediatamente después dice: “Por eso el burgués radical da un paso al frente y niega teóricamente la propiedad privada sobre el suelo […] Sin embargo, en la práctica siente flaquear su valor, pues sabe que todo ataque a una forma de propiedad –a una de las formas de propiedad privada sobre los medios de producción– podría acarrear consecuencias muy delicadas para la otra. Además, los propios burgueses se han ido convirtiendo también en terratenientes”.

En ese párrafo queda expuesta de manera puntual la actitud del moderno hacendado Madero: da un paso al frente y en el Plan de San Luis, con el que llama a la revolución de 1910, hace una tibia promesa de reparto agrario y restitución de tierras. Pero aún esa tibia promesa atentaba contra su interés de clase, así que sin mayor pudor, en 1912, en carta dirigida al director del periódico El Imparcial, escribe: “Siempre he abogado por crear la pequeña propiedad, pero eso no quiere decir que se vaya a despojar de sus propiedades a ningún terrateniente”.

Por eso, meses antes, el Ejército Libertador del Sur con Emiliano Zapata al frente, proclama el Plan de Ayala. En 1919 Zapata sería asesinado por órdenes de otro hacendado moderno del norte del país, Venustiano Carranza. Sin embargo y para entonces, la Constitución de 1917 había recogido ese programa agrario en su artículo 27. El campesinado había ya cumplido con la función histórica del burgués radical y el capitalismo mexicano llegaría a ser “el milagro económico” de América Latina.