Sofía, Irene y Anastasia

Santas alegóricas

Antonio Rubial García

El relato de la noble Sofía y sus hijas Fe, Esperanza y Caridad también se inspiró en alegorías teológicas y fue promovido por el papado romano.

 

Todos estamos familiarizados con las alegorías, es decir, imágenes plásticas o narrativas que muestran conceptos o ideas abstractos, generalmente por medio de cuerpos humanos o animales con atributos que simbolizan diversas cualidades que los complementan y los hacen inteligibles. Aunque varias de esas alegorías han sido representadas con cuerpos masculinos (como el anciano Tiempo con alas y su reloj dearena), un buen número tomaron como referente la figura femenina; por ejemplo: la Justicia, la Nación o la Muerte.

Los autores grecolatinos de la época helenística (siglos IVI a. C.) generaron una amplia gama de dichas alegorías y, a menudo, los filósofos consideraron que las imágenes de los dioses eran manifestaciones de esa necesidad, muy humana, de darle cuerpo a entidades abstractas; el comercio, por ejemplo, era representado como Mercurio, el dios alado portando el caduceo.

El cristianismo heredó toda esa carga simbólica y a lo largo de la Edad Media agregó nuevas alegorías para figurar las virtudes o los atributos de la divinidad. Este proceso de asimilación fue muy lento; entre los siglos V y VIII, sobre todo en las regiones de habla griega en el Imperio bizantino, algunas de esas alegorías tomaron rasgos tan humanos que llegaron a convertirse en santas de carne y hueso a las cuales se les debía crear un relato de martirio. Tales fueron los casos de Hagia Sophia (la santa Sabiduría), Hagia Irene (la santa Paz) y Hagia Anástasis (la santa Resurrección), conceptos teológicos que fue necesario personificar y cuyas historias fueron traducidas muy pronto del griego al latín.

Las dos Anastasias

Hasta el siglo VIII ambas comunidades lingüísticas cristianas sostuvieron una fructífera comunicación, pero a lo largo del siguiente siglo y medio las Iglesias que estaban bajo el imperio griego-bizantino y las del occidente latino se distanciaron; la causa: la condenación papal contra los emperadores iconoclastas que prohibieron el culto a las imágenes y por ello fueron considerados herejes. A partir de ello, el obispo de Roma marcó la distancia frente a su antiguo señor bizantino y encontró el apoyo de sus nuevos protectores: los reyes francos.

Fue entonces que las historias de varias santas mártires orientales, cuyas pasiones (martirios) en griego habían sido traducidas al latín entre los siglos VI y VII, llegaron a ser conocidas en Occidente, aunque eran alegorías personificadas que fueron veneradas como santas auténticas. Un ejemplo de ello es el de santa Anastasia de Tesalónica, cuya passio era una recopilación de “lugares comunes”: se le cortaron los senos como a santa Águeda, se le arrancaron los dientes como a santa Apolonia, como a muchos santos la quemaron viva en una hoguera y al final la decapitaron. A menudo se le asimiló a otra santa Anastasia de Sirmio, a quien estaba dedicado un templo en Roma.

Es muy probable que en el siglo IV el papa san Dámaso dedicara ese importante santuario a la Hagia Anástasis, que para los griegos era una celebración que conmemoraba el descenso de Cristo al seno de Abraham antes de su resurrección. Con la difusión de la confusa historia de las dos Anastasias, comenzó a venerarse en dicho templo a la santa de Sirmio, se le dio como celebración el 25 de diciembre y se le convirtió en una “santa romana”. En cambio, el culto a la de Tesalónica, un poco olvidado en Occidente, recibió un gran impulso en las iglesias de rito oriental, en especial en las eslavas.

Santa Sofía y sus tres hijas

Otro relato inspirado por alegorías teológicas fue también promovido por el papado romano. En el siglo VIII unos restos humanos que, bajo el nombre de “santa Sofía y sus tres hijas”, se hallaban en la iglesia de san Pancracio de Roma, fueron trasladados al templo de san Silvestre. Ante el desconocimiento de su historia se les comenzó a fraguar una leyenda que finalmente recopiló el hagiógrafo del siglo IX Usuardo. De ahí lo tomó en el siglo X Roswitha, canonesa del monasterio de Gandersheim y culta aristócrata de la casa imperial de Sajonia, para escribir uno de sus dramas; dichas piezas teatrales estaban inspiradas en la estructura de las obras del dramaturgo romano Terencio y basadas en los martirologios latinos traducidos del griego. Tres siglos después, Jacobo de la Vorágine retomaba el tema y dejaba una narración llena de emotividad.

Sofía era una noble de Milán que bautizó a sus hijas con los nombres de las tres virtudes teologales: Fe, Esperanza y Caridad. Cuando se mudaron a Roma para reconfortar a los mártires que morían por la fe, el emperador Adriano las conoció y ofreció a la madre viuda encargarse de sus hijas, siempre y cuando regresaran al paganismo. Por la negativa a abandonar su fe, las niñas fueron entregadas a crueles torturas: Caridad, la más pequeña, fue desmembrada, apaleada y arrojada a un horno encendido del que salió ilesa para ser degollada; Esperanza, por su parte, fue sumergida en un caldero con grasa, cera y resina derretidas que no le causaron daño alguno, por lo que también fue decapitada. Fe, la mayor de las tres, de apenas doce años, fue también azotada, colocada sobre una parrilla de hierro incandescente, arrojada a un sartén de aceite hirviente, mutilada de sus pechos y decapitada.

Su madre Sofía murió de dolor después de sepultarlas, por lo que también se le consideró mártir, pues –según De la Vorágine– “padeció en sus entrañas maternales cada uno de los tormentos de sus hijas”. La leyenda dorada de dicho autor popularizó el relato, difundió  la errónea idea de que la monumental basílica construida por Justiniano en Bizancio estaba dedicada a esta santa apócrifa y no a la divina sabiduría, e influyó en que las reliquias de Fe, Esperanza y Caridad se multiplicaran apareciendo en los templos de varias ciudades y monasterios  europeos.

Por otro lado, al incluir en el martirologio la experiencia de una madre que pierde a sus hijas, no solo se identificaba su dolor con el de la Virgen María al ver muerto a Jesús, sino que el tema se convertía en un efectivo instrumento de empatía dirigido a un extenso sector femenino. En aquellos tiempos de una mortalidad infantil elevada, de pestes, hambrunas y guerras en las que morían muchos jóvenes de todos los sectores sociales y de ambos sexos, el modelo de la madre mártir tuvo una extraordinaria acogida.

 

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Antonio Rubial García. Doctor en Historia de México por la UNAM y en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla (España). Se ha especializado en historia social y cultural de la Nueva España (siglos XVI y XVII), así como en cultura en la Edad Media. Entre sus publicaciones destacan: La Justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo (Ediciones de Educación y Cultura/Trama Editorial, 2011); El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804) (FCE/UNAM, 2010); Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana (Taurus, 2005); La santidad controvertida (FCE/UNAM, 1999); y La plaza, el palacio y el convento. La Ciudad de México en el siglo XVII (Conaculta, 1998).

 

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Sofía, Irene, Anastasia y otras santas alegóricas