No tenía arma, ni tampoco tenía deseos de pelear, ni podía considerar la recuperación de los cuerpos de mis seres queridos. No oré, ni decidí hacer nada en particular, porque no me quedaba ningún propósito.
En el verano de 1858, estando en paz con los pueblos mexicanos y con todas las tribus indígenas vecinas, fuimos hacia el sur, a México, para comerciar. Toda nuestra tribu (apaches bedonkohe) pasó por Sonora hacia Casas Grandes, nuestro destino, pero justo antes de llegar a ese lugar nos detuvimos en otro pueblo mexicano llamado por los indios “Kas-ki-yeh” [posiblemente, Janos, Chihuahua]. Ahí acampamos, en las afueras del poblado. Todos los días entrábamos al pueblo a comerciar y dejábamos una pequeña guardia en el campamento para proteger nuestras armas, provisiones, y para que las mujeres y los niños no fueran molestados durante nuestra ausencia.
Un día, cuando regresábamos tarde del pueblo, nos encontramos con algunas mujeres y niños que nos dijeron que tropas mexicanas de otros pueblos habían atacado nuestro campamento, matado a todos los guerreros de la guardia, capturado a todos nuestros ponis, robado nuestras armas, destruido nuestros suministros, y que mataron a muchas de nuestras mujeres y niños. Nos separamos rápidamente, ocultándonos lo mejor que pudimos hasta el anochecer, cuando nos reunimos en un lugar de encuentro designado: unos matorrales junto al río. Se colocaron centinelas y silenciosamente entraron uno a uno: cuando se juntaron todos, descubrí que mi anciana madre, mi joven esposa y mis tres pequeños hijos estaban entre los asesinados. No había luces en el campamento y, sin ser notado, caminé en silencio y me quedé de pie junto al río. No sé cuánto tiempo estuve allí, pero cuando vi a los guerreros que organizaban un consejo, ocupé mi lugar.
Este artículo está conformado por fragmentos del libro Geronimo’s Story of His Life, editado por S. M. Barrett y publicado en 1906, en Nueva York, por Duffield & Company. En línea: https://bit.ly/3d7lZ2b.
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