Con el hallazgo de un singular expediente de la Santa Inquisición, hasta entonces olvidado en una caja del Archivo General de la Nación, la autora reconstruye parte de la vida cotidiana de las religiosas novohispanas, su relación con la Iglesia y la doctrina católica, así como su pensamiento y acciones en una época en que se luchaba contra la Reforma protestante.
En la cotidianeidad de sus labores y funciones, las mujeres del siglo XVI novohispano infringieron normas establecidas por la Iglesia y la sociedad. Algunas fueron juzgadas por la Inquisición, cuyos juicios son una fuente invaluable del pensamiento y comportamiento femeninos en ese periodo. La gran mayoría de los delitos por los que dicha institución las persiguió estuvo relacionada con pautas de pensamiento infractoras relativamente comunes para la época, pero que se volvían delito cuando ocasionaban un escándalo público.
La Contrarreforma en Nueva España
De las más de trescientas novohispanas juzgadas por la Inquisición en el siglo XVI, tres eran monjas concepcionistas de Ciudad de México y una dominica del convento de Santa Catalina de Sena, en Puebla. Las tres primeras fueron juzgadas por herejes: sor Francisca de la Asunción, del convento de la Inmaculada Concepción, en 1564; sor Elena de la Cruz, del mismo recinto, en 1568, y sor María de la Trinidad, del convento de Regina Coelli, en 1598. La dominica sor Agustina de Santa Clara fue procesada por iluminada, también en 1598.
Entre 1564 y 1598, periodo en el que estas monjas fueron juzgadas, la Inquisición tuvo dos etapas importantes: la Inquisición episcopal y el establecimiento formal del Tribunal del Santo Oficio. Para efectos de la causa que relataremos en este artículo, es necesario comprender el contexto en el que se desarrolló la Inquisición episcopal, que se refiere a aquella ejercida por los obispos y que en la Nueva España tuvo lugar entre 1535 y 1571, comprendiendo los periodos de gobierno eclesiástico de fray Juan de Zumárraga y fray Alonso de Montúfar.
La Inquisición episcopal refleja una época en que la Iglesia novohispana hizo un gran esfuerzo por proteger a los nuevos territorios de la influencia de otras religiones y, sobre todo, del pensamiento reformista, cuyas ideas fueron llamadas de manera genérica “luteranas”. En estos años tuvo lugar en Europa el debate de la Reforma protestante y la Contrarreforma católica, mismo que se dirimió en el Concilio de Trento (1545-1563), en Italia.
Aunque Zumárraga hizo un énfasis especial en supervisar la conducta de los habitantes del virreinato al inicio de la Colonia, fue Montúfar quien vigiló de manera estrecha y especial a los miembros del clero regular y a las órdenes religiosas femeninas, con el objetivo de implantar con gran celo la Contrarreforma en la Nueva España, atento a todo signo que pudiera estar relacionado con el llamado luteranismo; esto es, puntos de vista relativistas, comparaciones entre algunas religiones y reconocimiento de la validez de otras, dudas acerca de la autoridad del papa, comentarios acerca de sacramentos y muchas otras cuestiones que pudieran poner en jaque la ortodoxia de la doctrina católica, así como a la autoridad de la Iglesia y sus prelados en la Nueva España.
Este cuestionamiento acerca de la ortodoxia de órdenes y clero se tradujo en una estricta observancia del comportamiento personal y pastoral, de las palabras proferidas y escritas, y de los libros leídos y promovidos por sacerdotes y monjas. Nada ayudó al tenso ambiente intelectual novohispano la conspiración que tuvo lugar entre 1564 y 1566, en la que Martín Cortés y sus partidarios intentaron constituir un nuevo reino independiente de España.
En este ambiente intelectual y social en el que se cuestionaba la autoridad de la Corona y de la Iglesia, no es difícil entender por qué Montúfar inició los juicios de herejía contra monjas novohispanas, siendo la causa contra Francisca de la Anunciación, en 1564, el primero de ellos.
¿Quién fue Francisca de la Anunciación?
Los datos que provienen de su juicio señalan que nació entre 1535 y 1536 en Ciudad de México. Por las declaraciones de las testigos, sabemos que habría entrado al convento de la Inmaculada Concepción de la capital novohispana alrededor de 1550, a los quince años. Aunque desconocemos su nombre verdadero, ella declara que fue hija de Francisco de Chávez, difunto, y de María de Montes de Oca, viuda en el momento del juicio; ambos vecinos de Ciudad de México.
El proceso a sor Francisca de la Anunciación tuvo lugar en diciembre de 1564, en el locutorio del monasterio de la Inmaculada Concepción. El expediente del juicio se preserva en el Archivo General de la Nación y consta de nueve fojas. En la primera parte se encuentran consignadas las declaraciones de cinco monjas que fungieron como testigos tras ser llamadas a declarar por el inquisidor fray Bartolomé de Ledesma: Ana de San Jerónimo, Isabel de los Ángeles, Juana de San Miguel, Juana de Santa Clara y Antonia de San José; la segunda parte incluye el testimonio de la propia sor Francisca.
Tras la declaración de la encausada, el juicio se suspendió sin ninguna explicación que conste en el documento. En la presentación del expediente, con letra del siglo XIX del historiador y escritor mexicano Vicente Riva Palacio –quien realizó una importante catalogación de los juicios inquisitoriales–, puede leerse “Proposiciones”.
“Proposiciones” de sor Francisca
Es de observarse que en ningún momento del juicio se menciona que se juzga a sor Francisca de la Anunciación por “proposiciones”. Esto solamente puede inferirse a través del interrogatorio a las testigos, a quienes se les pregunta si oyeron a la acusada proferir “palabras en contra de la fe católica”, las cuales pueden equipararse a proposiciones heréticas y en el siglo XVI eran las expresiones verbales realizadas por cristianos en contra de los “principios ciertos de la fe católica” contenidos en la Sagrada Escritura, la Tradición de Cristo y los apóstoles y el magisterio de la Iglesia. Eran también comentarios expresados públicamente que podían inducir al error doctrinal a quien los escuchara, causar escándalo o ambos.
Las causas juzgadas después del Concilio de Trento revelan la intención de afianzar la fe católica entre los fieles, la lucha contra el ya mencionado luteranismo y la difusión de los valores de la Contrarreforma. La intención de los juicios por proposiciones era modificar actitudes y creencias en la vida cotidiana a partir de la corrección de la palabra expresada, combatir la ignorancia de la fe y los “pecados contra la lengua”, a fin de disciplinar el pensamiento, además de asentar la doctrina de Trento.
Los testimonios
Las cinco testigos declararon –con pocas diferencias– que, al estar amasando pan en la cocina, Francisca de la Anunciación había dicho que una monja que se había ahorcado en el convento no se había condenado –aseveración claramente en contra de la fe católica en el siglo XVI– y que la difunta se le había aparecido dos o tres veces. Todas consideraban a sor Francisca una mujer cuerda, pero que hacía unos seis o siete meses había perdido el juicio de tal manera que fue necesario tenerla atada más de un mes, tiempo en el que hizo y dijo muchos desvaríos, aunque finalmente había vuelto en sí.
El 7 de diciembre, fray Bartolomé de Ledesma llamó al locutorio a Francisca de la Anunciación, quien dijo tener veintiocho o veintinueve años y declaró que, al estar amasando pan con otras religiosas, les comentó que no podía creer que se hubiera condenado la religiosa que se ahorcó porque ella la encontró aún viva y que, habiéndola exhortado a que tuviese dolor y pena por lo hecho, le constaba que antes de morir se había arrepentido. Los juicios de los hombres, dijo, eran diferentes a los de Dios y estaba segura de que, por su arrepentimiento en el último momento, no había sido condenada. Además, la religiosa se le había aparecido un par de veces y le confirmó que se había salvado. Declaró también que se sometía a la corrección de la santa Iglesia católica como hija obediente suya.
¿Quién fue la monja que se ahorcó?
Es imposible saberlo a ciencia cierta, ya que las monjas declarantes, al considerarla condenada, no pronunciaron su nombre durante el proceso, llamándola siempre “la religiosa que se desesperó”, “la monja desesperada”, “la religiosa que se ahorcó” y otras frases similares. Sin embargo, existe la posibilidad de que sea la misma monja que señala Juan Suárez de Peralta en su crónica Tratado del descubrimiento de las Indias, escrita a finales del siglo XVI.
El 3 de agosto de 1566 fueron ejecutados los hermanos Gil y Alonso González de Ávila por su participación en la ya mencionada conjuración de Martín Cortés. Los hermanos eran hijos del conquistador Gil González de Benavides y de Leonor de Alvarado, sobrina de Pedro de Alvarado, quien acompañó a Hernán Cortés en la conquista de México-Tenochtitlan.
Relata Suárez de Peralta, en el texto mencionado, que los hijos pagaron por los padres. Esto porque Gil González de Benavides tenía un hermano, conquistador como él, a quien engañó y robó. Por esta razón se quedó con las encomiendas otorgadas al segundo, quien murió desesperado y lo maldijo para que ninguno de sus hijos gozara de su riqueza mal habida.
Gil González tuvo cuatro hijos: tres varones y una mujer, y todos tuvieron un mal fin. Los dos mayores, Gil y Alonso, murieron antes de los treinta años por su participación en la conjura citada. El hijo pequeño murió ahogado en una letrina. La hija se enamoró de un mozo mestizo llamado Arrutia. Los hermanos mayores se enteraron y, debido a que no estaban de acuerdo con este amor, mandaron al mozo a España con una buena cantidad de dinero y bajo la amenaza de matarlo si se atrevía a regresar a tierras novohispanas. Arrutia no se despidió de su amada, quien mucho sufrió al no volver a saber nada de él.
Alonso González de Ávila le pidió entonces a su hermana que entrara al convento; la convenció diciéndole que ahí estaría protegida y bien dotada por toda su familia. Durante muchos años, la joven no quiso profesar con la esperanza de volver a ver a su mozo, por lo que los hermanos la engañaron diciéndole que había muerto. Al final, de manera renuente, profesó e hizo una vida tristísima en el convento.
Al cabo de un tiempo, harto de vivir en España y seguramente empobrecido, ya que por la muerte de los hermanos González de Ávila había dejado de recibir dinero, Arrutia decidió volver a México y avisarle a su amada: “y como ella oyó tal nueva, dicen que cayó amortecida en el suelo […] y […] empezó a llorar y sentir con menoscabo de su vida verse monja y profesa, y que no podía gozar del que tanto quería. Con esas imaginaciones y otras dicen que perdió el juicio y se fue a la huerta del monasterio y allí escogió un árbol donde la hallaron ahorcada”.
María González de Ávila
¿Qué hay de común entre “la monja que se ahorcó” del juicio a sor Francisca de la Anunciación y el relato de Suárez de Peralta? Aunque en los escritos del cronista no se menciona el nombre de la hermana de los González de Ávila, Fernando Benítez, en Los primeros mexicanos. La vida criolla en el siglo XVI, señala que sin duda alguna se llamaba María. Es probable que el incidente de Arrutia haya sucedido en 1554, cuando María tenía alrededor quince años, y que en ese mismo 1554 haya entrado al convento. Sería entonces unos cuatro o cinco años menor que sor Francisca de la Anunciación y habría entrado al convento más o menos un lustro después que ella.
Suárez de Peralta no tenía mucha idea de cuánto tiempo había pasado entre que Arrutia se fue y regresó. Si fue una década, María pudo haberse suicidado a principios de 1564, año en el que tuvo lugar el juicio a sor Francisca. Aparte, ambos relatos sucedieron en el mismo lugar: el convento de la Inmaculada Concepción. Por los tiempos que se mencionan tanto en la crónica como en el juicio, el suicidio ocurrió entre 1560 y 1570, periodo en el que no había otro convento en Ciudad de México y tampoco hubo otra religiosa que se suicidara en ese recinto en esa década, ni probablemente en todo el siglo XVI.
Vida y pensamiento
A través del juicio a sor Francisca de la Anunciación, podemos confirmar la existencia de una religiosa que se ahorcó en el convento de la Concepción en la segunda mitad del siglo XVI, así como muchos otros datos de la vida y actitudes de inquisidores y monjas que pasan de la mención en libros a la acción. También, de manera sobresaliente, podemos conocer el pensamiento de sor Francisca.
A través de un análisis profundo, esta mujer logra demostrar al tribunal que es una hija obediente de la Iglesia y que no se aparta nunca de lo que dice la doctrina católica con respecto a los suicidas, a pesar de que la sospecha de luteranismo, de acuerdo con los conceptos postridentinos, estaba bien justificada debido al tratamiento relativista del sacramento de la confesión y de la creencia en la relación directa de la persona con Dios, y no a través de los juicios de los hombres.
Sabemos que cuatro años después, en 1568, sor Francisca fue testigo en la causa inquisitorial de sor Elena de la Cruz. Esto nos lleva a hacer una reflexión acerca de la suspensión del juicio: si por los testimonios de las otras monjas se resolvió que estaba loca, sus argumentos no tenían ningún fundamento –de acuerdo con el derecho canónico de la época–, por lo tanto, se le declaró incapaz y se suspendió el proceso. Nunca sabremos si esto se debió a su brillante exposición acerca de la misericordia divina o a la demostración de un trastorno mental temporal por parte de su comunidad religiosa.
Lo que sí sabemos es que el juicio nos permite conocer una parcela de la manera de actuar y pensar de una población femenina del siglo XVI a la que se tiene difícil acceso. No es común tener la oportunidad de aproximarnos a la cotidianeidad conventual a través de la narración de las propias religiosas que la vivieron, razón por la que este testimonio resulta de gran relevancia para entender parte de nuestro pasado.
El artículo "La monja que se ahorcó por amor" de la autora Nora Ricalde Alarcón se publicó completo en esta página web como un obsequio a nuestros lectores. En su versión impresa se publicó en Relatos e Historias en México número 125. Cómprela aquí.