Historias de la evangelización española en Mesoamérica

Una nueva cruzada

Antonio Rubial García

Violencia y colaboración indígena en la evangelización. Una vez que los religiosos se asentaron en los pueblos, el apoyo de los jóvenes nobles indígenas que se educaban en sus conventos fue esencial en la catequesis, la vigilancia de la moral pública y diversas actividades litúrgicas.

 

La fiesta de Corpus Christi de 1538 fue especialmente lucida en Tlaxcala, pues los franciscanos organizaron una fastuosa representación multitudinaria con motivo de la paz firmada entre el emperador Carlos V y el rey de Francia Francisco I. El tema seleccionado para la gran pantomima fue la toma de Jerusalén por los ejércitos cristianos durante la primera cruzada. Ese hecho, acontecido en 1099, tenía una fuerte carga simbólica, aunque menos de un siglo después los musulmanes habían recuperado ya el control de la ciudad santa. La celebración de la paz entre los dos reyes rivales (los más importantes de la cristiandad) era fundamental frente al avance del poderoso Imperio turco, el nuevo amo de Jerusalén, instalado en los Balcanes desde un siglo atrás y que amenazaba con apoderarse de toda Europa por mar y tierra.

Para los festejos de 1538 la nobleza tlaxcalteca acondicionó un edificio que estaba en construcción, las Casas Reales (sede del gobierno indígena), para que semejara un castillo amurallado y decenas de tlaxcaltecas lo ocuparon simulando ser los musulmanes sitiados. Los ejércitos cruzados, fuera de la muralla, estaban representados también por tlaxcaltecas vestidos a la usanza prehispánica, quienes portaban carteles con los nombres de los ejércitos participantes (Hungría, Francia, España).

Además de las batallas simuladas, la representación exaltó la eucaristía, el bautismo y el poder del cristianismo sobre los infieles, pues después de la toma de la Jerusalén tlaxcalteca los indios “musulmanes” que la ocupaban se bautizaron. El binomio “guerraconversión” de la pantomima se reafirmaba con la presencia de Santiago y San Hipólito, que entraron en escena a caballo, y de San Miguel, situado en una de las torres de “Jerusalén”. Los actores que los representaban anunciaron a sitiadores y sitiados la pronta caída del bastión y el bautizo de los infieles. Los tlaxcaltecas, muchos de los cuales habían participado en la toma de Tenochtitlan diecisiete años antes, recibían un mensaje que no era de ninguna manera pacifista: la predicación del Evangelio justificaba la violencia de la conquista.

La escenificación franciscana en Tlaxcala es solo una de las muchas muestras de lo que significó para los españoles, tanto conquistadores como frailes, el encuentro con el Nuevo Mundo: un episodio más de la cruzada, percibida como la lucha cósmica entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas, seguidores de Satanás. Para frailes y conquistadores, cruzada y misión no eran términos incompatibles y la paradoja “amor-violencia” les era absolutamente aceptable, pues cualquier medio era válido cuando se trataba de impedir que Satanás ganara adeptos y que sus secuaces (musulmanes, herejes, judíos o idólatras) vencieran a los hijos de la luz. Para ellos, el Demonio se había apropiado de las almas de los nativos americanos, después de haber sido expulsado de Europa gracias a la predicación apostólica, y los obligaba a rendir culto a unos dioses sanguinarios que les exigían sacrificios humanos.

Los frailes evangelizadores estaban conscientes de que la misión providencial de la Iglesia para implantar el cristianismo universal podía utilizar dos medios válidos: uno pacífico, propio del tiempo de los apóstoles “de la Iglesia primitiva”; y otro que aceptaba el uso de la violencia como un método de conversión, aplicado por primera vez en Europa en la conquista de los sajones por el emperador Carlomagno, a principios del siglo IX.

Bajo esa perspectiva, el mandato de Cristo para difundir el mensaje a todos los pueblos de la Tierra debía incluir ambas posibilidades. La primera se presentaba como algo viable en una civilización avanzada como lo era China; la segunda, en cambio, era necesaria en pueblos menos “civilizados” como los de América, que solo podrían aceptar la verdadera fe después de una conquista armada.

Aunque hubo voces contrarias a estos postulados, como la de fray Bartolomé de las Casas, la mayoría de los religiosos estaba consciente de que la evangelización hubiera conseguido muy pocos frutos en América de no haber sido precedida por la espada. De hecho, su conversión “exitosa” era prueba de que el final de los tiempos estaba próximo; una vez que China se volviera cristiana, los musulmanes serían vencidos y, tras la recuperación de Jerusalén, se daría la consumación de los tiempos y vendría el Apocalipsis y el Juicio Final.

Con tal visión que demonizaba a todo aquel que no reconociera a la Iglesia católica como única verdadera, resultaban justificadas las persecuciones contra los sacerdotes de las religiones antiguas y los caciques que continuaron “idolatrando” después de ser bautizados. Las denuncias de quienes seguían practicando sus ritos “paganos” y los castigos que se les impusieron, desde azotes hasta la pena de muerte, fueron una de las premisas consideradas fundamentales por los frailes en esa lucha que creían llevar a cabo contra Satanás y sus secuaces.

En su trabajo “inquisitorial”, los frailes implementaron campañas para descubrir “idolatrías”, las cuales provocaron persecución y rupturas familiares, juicios sumarios contra los que se resistían, así como la muerte de algunos de los denunciados y de los mismos denunciantes (como los niños mártires de Tlaxcala). Además de perseguir a los idólatras, el proceso de conversión incluía la quema ritual de las imágenes y códices de las religiones antiguas, acto que se llevaba a cabo antes de predicar y bautizar. Esta destrucción sistemática llevó a los indios a ocultar sus objetos sagrados debajo de las cruces atriales, detrás de los altares de las iglesias y en los montes, cuevas y bosques.

Como en otros muchos aspectos del proceso evangelizador, los frailes contaron con la ayuda de sus colaboradores indígenas. Del mismo modo que en la conquista armada, los logros atribuidos a los españoles se dieron gracias a los pactos y negociaciones que los invasores hicieron con los dirigentes de los pueblos inconformes.

Los frailes también consiguieron muchos de sus objetivos gracias a sus alianzas con los señores indígenas que veían en el bautismo y en el apoyo a los religiosos un instrumento para fortalecer su preeminencia regional. Varios de los dirigentes nativos locales aprovecharon la conquista y la evangelización como un medio para saldar viejas rencillas y gracias al apoyo que brindaron a los frailes y a los encomenderos pudieron tener un papel privilegiado dentro del nuevo sistema que se impuso, e incluso se volvieron exploradores y perseguidores de sus coterráneos.

Por otro lado, la idea de unos religiosos que llegaban solos a los poblados, predicando y convirtiendo a las masas por miles, sin ninguna oposición y sin conocer las lenguas indígenas, es una visión idílica creada por los cronistas. La mayoría de ellos escribieron sus historias en una época de conflicto entre frailes y obispos, quienes pretendían quitar a los religiosos las doctrinas indígenas, por lo cual estos últimos necesitaban enaltecer la labor de los primeros evangelizadores. Es por ello que en las crónicas no aparece mencionado que, en sus correrías misionales, los frailes iban acompañados por numerosos contingentes indígenas (tamemes, guías, intérpretes y todo un séquito de colaboradores) que les facilitaban los contactos con las poblaciones nativas.

Una vez asentados los pueblos, el apoyo de los jóvenes nobles que se educaban en sus conventos fue esencial en la catequesis, en la vigilancia de la moral pública y en toda la gama de las actividades litúrgicas, incluidos los decorados y gastos para las actividades festivas, el teatro evangelizador, la música, el canto y la danza en las ceremonias religiosas.

La visión negativa del periodo virreinal y la carga de esclavización y miseria que se le dio en el siglo xix propiciaron una perspectiva victimizante y generalizadora de las complejas situaciones que vivieron los pueblos indígenas del siglo xvi. Esas visiones deformantes ocultaron el hecho de que muchos nativos participaron como activos colaboradores de los conquistadores y de los evangelizadores, y que el éxito de la imposición del sistema español se debió en buena medida a su apoyo y colaboración.

 

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Antonio Rubial García. Doctor en Historia de México por la UNAM y en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla (España). Se ha especializado en historia social y cultural de la Nueva España (siglos XVI y XVII), así como en cultura en la Edad Media. Entre sus publicaciones destacan: La Justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo (Ediciones de Educación y Cultura/Trama Editorial, 2011); El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804) (FCE/UNAM, 2010); Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana (Taurus, 2005); La santidad controvertida (FCE/UNAM, 1999); y La plaza, el palacio y el convento. La Ciudad de México en el siglo XVII (Conaculta, 1998).

 

Title Printed: 

La cruz y la espada