A comienzos del siglo XIX una mujer lectora seguía siendo vista como algo peligroso. Bien sabemos lo poco que se había hecho a esas alturas por procurar a la mujer mayores espacios de conocimiento y formación. Pero Leona Vicario se los había procurado por sí misma. Nacida en el seno de una familia ilustrada y dotada de un talento excepcional, se formó un mundo interior de extraordinaria riqueza. No tardó en reprochárselo el juez comisionado por la Junta de Seguridad y Buen Orden cuando se iniciaron las averiguaciones para abrirle causa por infidencia.
Una mujer “cultivada” en las buenas letras
Suponemos que Leona tuvo una buena biblioteca, aunque no contamos con el inventario. En una relación desordenada de lo que había en su domicilio, encontramos, sin embargo, los nombres de varios libros. Junto a la prolija relación de tazas, copas, cuadros, alhajas, muebles y enseres de la casa aparecen mezclados títulos y autores que nos interesan: el padre Parra, el abate Fleuri, San Francisco de Sales, el obispo y virrey Juan de Palafox y Mendoza, la vida de San Francisco, la de San Jerónimo, un libro de oraciones, prueba de que era una persona piadosa.
Llama la atención que, entre los libros de asuntos religiosos, se mencione una obra de Claude Fleuri, que era el confesor de Luis XIV, promotor de la Iglesia galicana, es decir, que pertenecía a una corriente dentro de la Iglesia que buscaba poner al Estado por encima de la Iglesia romana. Algunas obras suyas eran consideradas heterodoxas, pese a lo cual eran muy leídas entre los letrados de la Nueva España. Leona no parece haber sido ajena a este tipo de lecturas, ya que contemporáneamente estaba trabajando en la traducción de Las aventuras de Telémaco, otra obra crítica que atacaba a la monarquía. No solo era uno de los grandes best sellers de entonces, pues es una bellísima narración de las aventuras de un héroe legendario: Telémaco, el hijo de Ulises. Era además un libro implacable con la monarquía absoluta frente a la cual anteponía la figura de un príncipe generoso, educado en los valores de la sobriedad y la sencillez, encargado de construir una nueva sociedad más justa e igualitaria.
El Rey Sol la percibió como un ataque personal y despidió inmediatamente a su autor del cargo que tenía como preceptor del príncipe heredero. Y es que François de Salignac de la Mothe, mejor conocido como Fenelon, fue además impulsor de la corriente del quietismo, con lo que también se apartaba de los valores tradicionales de la Iglesia para insistir en el recogimiento y la sobriedad que debían prevalecer en la institución eclesiástica. No cabe duda de que obras como estas, aunque venían del siglo anterior, dieron pie a posturas críticas y sembraron inquietudes que perfilaban una nueva era.
La cultura de Leona combinó influencias intelectuales tan sofisticadas como las que he mencionado, con las costumbres de una joven de su tiempo. Era caritativa y devota, en especial de la Virgen de Guadalupe. Supo expresar su amor al soberano en las horas más aciagas. Los testimonios que recoge su causa de infidencia incluyen escritos suyos que muestran que conocía bien y copió, de puño y letra, las canciones patrióticas que defendían a Fernando VII, en 1808: “Con garras y dientes contra Napoleón y la perfidia con que nos quitó al rey. La vida tengo que dar y en defensa de Fernando la sangre derramaré”. Esto no debe sorprendernos dado que, en los años cruciales de 1808 y 1809, Fernando VII era evocado como el rey “deseado” y su figura convocó a la unidad de los españoles (europeos y americanos) para defender a la patria de la perfidia del emperador de los franceses. Tiempo después, caudillos como Morelos denunciaron la colaboración y afrancesamiento del rey cautivo.
Volviendo a lecturas de Leona, hay otras que merecen destacarse, ya que nos permiten conocer hasta qué punto estuvo al tanto de los grandes debates ilustrados y las posturas en favor de la revaloración de América. En las declaraciones del proceso se menciona que había leído a Lorenzo Hervás y Panduro, el filólogo jesuita español, gran conocedor de las lenguas indígenas; al abate Raynal, historiador, filósofo y político de la Francia prerrevolucionaria; al polémico naturalista Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, que había desatado indignación por su desprecio de la flora, la fauna y los habitantes de estas tierras. Habiendo leído a este conjunto de autores es dable pensar que conociera también a los jesuitas expulsos y a los estudiosos de las antigüedades mexicanas, a Clavigero, Alegre, al Conte Carli, a quienes su tío, don Agustín Pomposo, tuvo a bien editar y difundir.
Tenemos noticia de que cuando estalló la rebelión insurgente, Leona, además de ocuparse en la traducción de Telémaco, se encontraba copiando pasajes enteros del Teatro crítico del abate benedictino Benito Jerónimo de Feijoo. Esta estaba presente en todas las grandes bibliotecas de la Nueva España, así como en bibliotecas personales más modestas de curas y letrados. Por las dimensiones de una obra que comprendió varios volúmenes, es posible que algunos contaran únicamente con uno o dos tomos. Las obras de este autor son el punto de partida de la Ilustración española y destacan por su espíritu crítico y amplio criterio. Es necesario recordar que Feijoo fue autor de Defensa de las mujeres, que algunos consideran el primer tratado español acerca del feminismo.
Volviendo a Las aventuras de Telémaco, esta era una obra de especial significación para Leona. Su labor de traducción del francés y la idea de tomar los nombres de los personajes para renombrar de manera encubierta a los insurgentes hace notar su interés en los ideales republicanos y humanitarios que propone allí Fenelon. El obispo de Cambray postuló una utopía para pensar en que habrían de triunfar los valores de sobriedad y austeridad, y la joven Vicario no estaba lejos de abrazar la utopía. Cuando se le preguntó sobre la identidad de los rebeldes que estaban protegidos con los nombres de algunos personajes de la obra, la joven no delató a ninguno. Firme de carácter y valiente, dijo no tener nada que confesar pues, que ella supiera, no era un delito escribir cartas a familiares y amigos.
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De piedad y disidencia