¿Cómo era un día de fiesta en el palacio del arzobispo de México?

María Teresa Álvarez Icaza Longoria

El primero de mayo de 1754 en la capital novohispana se hizo una fastuosa celebración por la consagración del canónigo José Antonio Flores de Rivera como obispo electo de Nicaragua. Cuando este supo de su nombramiento fue a avisar a sus compañeros del cabildo metropolitano, quienes recibieron la noticia con júbilo.

 

El magno festejo

Los últimos días de abril de 1754 se hicieron numerosos preparativos con el propósito de que todo estuviera listo para el gran día de la celebración en honor de José Antonio Flores. El prelado no escatimó en hacer todos los gastos necesarios. Bajo la vigilancia del mayordomo, quienes trabajaban en la cocina hicieron las compras de numerosos víveres y se dedicaron a preparar variados alimentos y bebidas. Los mozos se esmeraron en la limpieza y decoración de la residencia arzobispal con objeto de disponerla para la lucida recepción que allí se realizaría.

El palacio fue vistosamente entapizado con paños, damascos y terciopelos. Sus tres salones fueron engalanados con arañas, pantallas de plata y aparadores. Se dispusieron lujosas fuentes y una fina loza. La servidumbre preparó los uniformes que lucirían. El caballerizo se abocó a aprestar el carro y los caballos que se usarían.

La jornada festiva se realizó el día previsto. Dio inicio cuando el festejado y el prelado metropolitano, que fungía como su padrino, salieron del palacio arzobispal a bordo de un carruaje que Manuel Rubio estrenó ese día. La entrada principal de este inmueble se encontraba al costado del Palacio Virreinal y el lugar de destino era la catedral, así que el recorrido era corto, pero había que hacerlo con dignidad, como le correspondía a quien ocupaba el cargo de máxima autoridad eclesiástica de la Nueva España.

La Catedral Metropolitana estaba magníficamente adornada para la ocasión. En honor al nuevo obispo se hizo una misa solemne en la nave principal del templo. A un lado, mientras tanto, trabajadores especialistas en labrar la cantera y el tezontle se afanaban en la construcción del Sagrario Metropolitano.

Luego de la ceremonia, los asistentes se dirigieron al palacio arzobispal para continuar con el programa festivo. Los esperaban en el salón principal porque allí se recibía a los visitantes de mayor jerarquía y se realizaban las celebraciones más importantes. Para dar lustre a este espacio sus paredes se vestirían en esta época con una serie de cuadros de todos los prelados que habían gobernado la sede mexicana. El retrato de Manuel Rubio sería ejecutado por el afamado pintor Miguel Cabrera.

En el salón se sirvió un opíparo banquete compuesto por más de trescientos platones de carnes, pescados, frutas y dulces; todo ello pudo prepararse gracias a los variados ingredientes que proveía el territorio novohispano. Para acompañar los platillos y postres se sirvieron vinos generosos provenientes de ultramar. El festín resultó muy copioso; sin embargo, aunque se esperaban 150 invitados, no todos llegaron.

En toda buena fiesta debe haber obsequios, así que Rubio le regaló a su ahijado un valioso pectoral de oro con ricas esmeraldas; otros asistentes le dieron a Flores diversos presentes.

Paseo, refresco y música

En la tarde, el arzobispo mexicano y el obispo recién consagrado salieron a pasear por las calles de la capital. La Ciudad de México se encontraba en plena actividad constructiva. A bordo del carruaje pudieron observar los avances en las obras del nuevo convento de Santo Domingo, del templo de San Pablo y del convento del Carmen. También constataron que estaban por concluirse el templo y convento de San Fernando y vieron la casa de ejercicios jesuita de Ara Coeli, recientemente inaugurada.

Al anochecer, los prelados regresaron al palacio. Para recibirlos, ya se tenía preparada una gran variedad de dulces, masas y aguas nevadas. Mientras degustaban este abundante agasajo, al que se le daba el nombre de refresco, los asistentes pudieron disfrutar de un concierto. Es de esperarse que el programa musical estuviera a cargo de Ignacio Jerusalem, el prolífico maestro de capilla de la Catedral Metropolitana, quien había traído a Nueva España un repertorio de música de influencia italiana que estaba en boga en las principales capitales europeas.

El final

Al concluir el festejo, los invitados se retiraron. El arzobispo, su familia y los demás habitantes del palacio retomaron sus actividades habituales. Algunos pudieron dedicarse a la oración, la lectura y el aseo personal. La servidumbre recogió la comida sobrante, lavó la loza y los platones. Los salones se limpiaron y se guardaron los adornos hasta una nueva ocasión. Cuando las campanadas de la catedral marcaron el final del día, todos ocuparon sus respectivos espacios y se dispusieron al descanso.

 

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Un día de fiesta en el palacio del arzobispo de México