Al interior de la Columna de la Independencia, en el Paseo de la Reforma, se halla una estatua en honor al irlandés que durante el Porfiriato fue aclamado como “precursor de la Independencia de México”, un aventurero cuya vida está rodeada de misterio y ha suscitado muchas dudas. Quizá en otro momento y bajo otras circunstancias el idealismo de Guillén de Lampart hubiera tenido éxito, pero en 1642 no.
Lampart tenía ideas un poco revolucionarias: lograr que países como Irlanda, Portugal, Holanda y Francia, entre otros, reconocieran la independencia de la Nueva España, así como liberar a los esclavos y dar recompensas a españoles y criollos que apoyaran la lucha. Quizá en otro momento y bajo otras circunstancias el idealismo de Guillén de Lampart hubiera tenido éxito, pero en 1642 no.
Como era de esperarse, el irlandés fue juzgado por la Inquisición y se le formaron dos causas: una de fe y otra de infidencia. Además, le colgaron otros milagritos: sedición, hechicería, y hasta lo acusaron de pactar con el diablo calvinista (se le acusó de “apóstata y sectario de Calvino”).
Después de ocho años de cautiverio, en la Nochebuena de 1650 Lampart rompió “diferentes rejas de fierro” de las cárceles de la Perpetua y escapó. El documento que dejó aquella noche en Palacio para que se lo entregaran al virrey, era una amplia acusación en contra de los inquisidores. Sabía que aquel escrito era su sentencia de muerte si volvía a caer en manos de la Inquisición, pero aun así tomó el riesgo.
“Trataba de ignorantes a los inquisidores –escribió Manuel Rivera Cambas en Los gobernantes de México (México, 1873)–, contando pormenor la vida y costumbres de cada uno, los medios de que se valieron para adquirir las plazas, el miserable trato que daban a los presos, y demostraba que las haciendas secuestradas a más de sesenta familias aprehendidas por el tribunal en los años anteriores, con pretexto de judaísmo, importaban más de un millón de pesos que se repartieron los inquisidores”.
Las autoridades civiles y religiosas, pero sobre todo los nada honorables miembros de la Inquisición, amanecieron en Navidad con un amargo sabor de boca, además de un deseo de venganza y de ver a Lampart ardiendo a fuego lento en las llamas del infierno, puesto que su acción hubiera ofendido hasta a la Sagrada Familia. Y con el ánimo navideño que imbuía sus corazones, utilizaron todos los recursos de que disponían para capturar a Lampart a como diera lugar.
Para evitar que la fuga del irlandés fuera definitiva, el Tribunal solicitó de inmediato cualquier información y dio a conocer “las señas de su rostro, cuerpo y talle y la edad”. No habían pasado 48 horas desde la fuga, cuando se presentó el sastre Francisco Garnica para denunciar que don Guillén se encontraba escondido en una casa de la calle Donceles. De inmediato fue aprehendido y conducido de nuevo a las cárceles del Santo Oficio.
La Inquisición lo condenó a la hoguera, pero se tomó su tiempo –mucho tiempo– para ejecutarlo. Don Guillén estuvo preso nueve años más en las mazmorras del Santo Oficio, humillado, vejado, sin posibilidad del perdón, y quizá hasta sin posibilidad de redención, pues había sido condenado por delitos contra la fe. Aunque su sentencia era ser quemado vivo, prefirió dejarse caer sobre la argolla de hierro con que le habían sujetado por el cuello contra el poste para morir estrangulado. Muy consternados los inquisidores porque el irlandés no respetó la sentencia, ordenaron que su cadáver fuera quemado.
Esta publicación es un fragmento del artículo “Guillén de Lampart” del autor Alejandro Rosas Robles. Si desea leer el artículo completo, adquiera nuestra edición #65 impresa o digital:
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