Cuando recorremos las carreteras de las diferentes regiones de México, lo primero que llama la atención es encontrar poblaciones que concentran sus casas alrededor de los templos católicos.
La mayor parte de dichos pueblos y ciudades en las zonas centro y sureste del territorio surgieron en el siglo XVI como parte del proceso misional, y en las centurias siguientes sucedió lo mismo con muchos de los poblados del norte. Estas concentraciones de población, con la consecuente movilización y reubicación de los indios, fueron básicas para hacer más efectiva la labor evangelizadora.
La predicación itinerante realizada por los misioneros durante las primeras décadas del siglo XVI rindió frutos muy escasos, pues cuando los frailes regresaban a los lugares donde habían bautizado a miles, el cristianismo en ellos había sido olvidado o integrado a los ritos antiguos. Además de la dispersión de la población, uno de los principales problemas para la misión era que los centros ceremoniales se encontraban en las laderas de los cerros, lugares apropiados para la defensa, pero poco aptos para asentar un pueblotrazado “a la española”. Así, para hacer más fácil y efectiva la catequización sistemática y el control, se optó por congregar a los indígenas en grandes poblados (trazados a cordel, como tablero de ajedrez), utilizando para ello,las antiguas cabeceras políticas del imperio mexica o de los reinos autónomos, pero trasladándolas de los cerros hacia los nuevos centrosconstruidos en los valles.
En esas “cabeceras de doctrina” se fundaron al principio sencillos conventos y templos de adobe techados de madera, y se distribuyeron solares y tierras comunales a cada familia pobladora. A pesar de estos esfuerzos, solo fue posible reunir en poblados unas cuantas aldeas; la mayor parte quedaron diseminadas como “visitas” con una pequeña capilla atendida por los frailes de la cabecera de doctrina. Debido a que el número de misioneros era insuficiente para la gran cantidad de caseríos (que además estaban alejados entre sí), sus habitantes recibían a los religiosos muy esporádicamente. El problema fue todavía mayor en el norte, zona poblada por tribus nómadas o semisedentarias. Esas dificultades motivaron que, para fines del siglo XVI, comenzaran a fundarse pueblos en esas remotas regiones con la ayuda de indios cristianos del centro, como los tlaxcaltecas.
Además de facilitar la labor evangelizadora, congregar a la pobación permitía un mejor aprovechamiento de la mano de obra y una más eficiente administración de los tributos, de los cuales se beneficiaban tanto los encomenderos españoles y los caciques nativos como los mismos frailes. En algunas regiones mineras, como Taxco y Pachuca, la congregación permitía, además, tener mano de obra cercana para la explotación de las minas; en dichos “reales”, el proceso fue llevado a cabo por los curas seculares y no por los religiosos. La creación de células parroquiales que se venía dando en Europa desde el siglo x y que benefició tanto a los monasterios y catedrales como a los señores feudales, tuvo en América uno de sus espacios de aplicación más eficaces como instrumento de cristianización y de control político y económico.
En tales congregaciones, los frailes y el clero secular actuaban como agentes del imperio; de ahí el apoyo incondicional de los primeros virreyes y obispos hacia los religiosos, motivado principalmente por su labor en la erección de pueblos, clave para la territorialización del dominio español. Además de esta labor, los frailes y sus colaboradores indígenas fueron esenciales en la trasmisión de la información (necesaria para su sujeción y explotación) sobre los recursos naturales, el número y condición de sus habitantes, y las conformaciones políticas previas a la presencia española.
A medio siglo de la conquista, los 1,500 señoríos mesoamericanos existentes a la llegada de los europeos se habían reducido a cerca de 500 pueblos de cabecera bajo la administración de religiosos y clérigos seculares, y sujetos a 200 corregidores y 60 alcaldes mayores españoles encargados de cobrar tributos y administrar justicia en nombre del rey.
Tales desplazamientos de población no se hicieron de manera voluntaria, por lo cual fue común el uso de la fuerza y la quema de casas para evitar el regreso de sus habitantes. Estos medios se utilizaron a menudo para trasladar a las poblaciones que se negaban a abandonar sus tierras y los lugares donde reposaban sus antepasados, y que eran obligadas a convivir con grupos que podían ser incluso sus enemigos acérrimos. Las fundaciones se hacían tomando en cuenta las rutas comerciales, la cercanía con centros españoles o bien la necesidad de colonizar tierras fronterizas. Además, esos traslados fueron un factor que aceleró la expansión de las epidemias, que se cebaron sobre poblaciones obligadas a convivir en espacios geográficos reducidos.
Por otro lado, es necesario señalar que la congregación de pueblos se hizo con la colaboración de caciques, encomenderos y funcionarios interesados de manera muy materialista en el proceso. Ciertamente la actuación de los religiosos como denunciantes de los abusos que cometían los españoles laicos fue innegable, pero no debemos olvidar que muchos de ellos fueron también aliados de los encomenderos, como el caso de los agustinos en Michoacán, de los franciscanos en Jalisco o de los dominicos en Oaxaca. Incluso cuando el rey limitó los alcances de la encomienda en 1542, con la promulgación de una serie de leyes que tendían a su abolición, los primeros que defendieron la continuación de dicha institución fueron los provinciales de las tres órdenes mendicantes, quienes viajaron hasta Alemania para solicitar al emperador la mitigación de dichas leyes y convencerlo de la improcedencia de tales mandatos.
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Antonio Rubial García. Doctor en Historia de México por la UNAM y en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla (España). Se ha especializado en historia social y cultural de la Nueva España (siglos XVI y XVII), así como en cultura en la Edad Media. Entre sus publicaciones destacan: La Justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo (Ediciones de Educación y Cultura/Trama Editorial, 2011); El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804) (FCE/UNAM, 2010); Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana (Taurus, 2005); La santidad controvertida (FCE/UNAM, 1999); y La plaza, el palacio y el convento. La Ciudad de México en el siglo XVII (Conaculta, 1998).
La cruz y la espada