El Porfiriato maduro fue una clásica etapa de estabilidad político-oligárquica y de comprobables transformaciones económicas. La afirmación del Estado-nación, la configuración de un Estado capaz de implantar sus políticas y administrar el territorio y la sociedad que funcionaban bajo sus leyes, la integración de diversas regiones al mercado externo y la paulatina estructuración de un mercado interno, entre otros, fueron factores decisivos en el periodo que se cerró en 1910.
La densidad y multiplicidad de actividades productivas se percibían de manera particularmente fuerte en el norte del país, en especial en ese vasto territorio que desde la Sierra Madre Occidental y Texas descendía hacia el golfo de México. Las características de la red ferroviaria, el emerger de producciones ligadas al mercado estadounidense, las transformaciones que se operaban en la minería, los transportes, la agricultura, la ganadería, las ciudades, la población, los servicios y las instituciones financieras, así como el vigor de brotes fabriles como los que protagonizaban Monterrey y la Comarca Lagunera, perfilaron desde el noreste brotes empresariales, no siempre detectables en el resto de la geografía nacional.
Este ágil conjunto de actividades, sin embargo, fue frenado con dureza por la Revolución. Su estallido golpeó las áreas productivas bajo el dominio del capital y precipitó la desintegración parcial de un mercado interno en proceso de consolidación: un fenómeno en el que mucho influyeron el uso militar de los ferrocarriles, la caída de la demanda de bienes y servicios, y la impotencia para cubrir el abastecimiento de materias primas estratégicas ante el desmantelamiento de las redes de circulación tendidas.
Noreste de México
Cuando los ferrocarriles quedaron desquiciados, cuando se tornaron inalcanzables muchas de las franjas del mercado –que hasta 1912 fueron espacios normales de competencia y venta–, cuando debieron detenerse las fábricas porque no llegaban el carbón, el petróleo, el mineral de hierro, el algodón y otros insumos fundamentales, cuando –como en el caso de Cementos Hidalgo, que se mencionará más adelante– la baja del consumo fue tan pronunciada que ya no tenía sentido poner en marcha la producción, la conclusión era terminante: el mercado interno se había derrumbado.
Tan nítida era esa evidencia que no pocos de los empresarios del noreste debieron sobrevivir nutriéndose con demandas derivadas de la Primera Guerra Mundial, y gracias a una antigua costumbre regional: la utilización de la frontera, del territorio de Texas, así como de su infraestructura ferroviaria y puertos del golfo de México para operar en los mercados externos. Se trataba de una experiencia ya vivida por sus ancestros desde décadas atrás. Su versión más antigua se había manifestado entre 1861 y 1865, cuando las oportunidades creadas por la Guerra Civil en Estados Unidos convirtieron al noreste y al sur de Texas en una explosiva fuente de acumulación de capital.
En tal sentido, conviene mostrar los mecanismos instrumentados por tres de las más grandes empresas del noreste porfiriano: Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey, Compañía Industrial Jabonera de La Laguna y Cementos Hidalgo (hoy Cemex). Fundadas entre 1898 y 1906, nacieron bajo los estímulos de un mercado interno en expansión y con el comprobado respaldo de capitales regionales. Si la Revolución les creó múltiples problemas, la cercanía con la frontera septentrional, empero, se transformaría en un dato clave para la supervivencia de dos de ellas.
Las demandas de la Primera Guerra Mundial, precisamente y pese a todo, facilitarían a Fundidora la exportación de productos siderúrgicos, lo que atenuó el drástico descenso del consumo nacional. En el caso de Jabonera, el esfuerzo se colocó en la exportación de insumos para la fabricación de jabón y artículos conexos a Inglaterra. Cementos Hidalgo, que no tenía posibilidades de encontrar alternativas fuera del mercado interno, debió cerrar su planta durante siete años.
Fundidora de Fierro y Acero
Cuarta sociedad anónima dedicada a la metalurgia pesada que operaba en Monterrey desde 1890, Fundidora comenzó a trabajar en 1903, tras una inversión de cinco millones de dólares. Con una capacidad de producción de cien mil toneladas anuales de acero, y 80,000 de acabados, sus posibilidades de obtener contratos se ampliaron desde 1907 por las excelentes relaciones que miembros del renovado Consejo de Administración mantenían con el gobierno porfiriano. Así, a partir de aquel año pudo acercarse a la franja más fértil del mercado nacional: el sistema ferroviario. Los índices de producción y ventas se elevaron de manera sensible y, en vísperas de la Revolución, habrían de alcanzar niveles que mucho costaría recuperar.
La baja que llegó con la guerra civil mexicana se prolongaría hasta bien entrados los años veinte. En 1913, el alto horno no superó las doce mil toneladas: un 16 % de lo alcanzado dos años antes. De aceración salieron 19,500 toneladas, algo más del 23 % de 1911. Si en 1913 las ventas habían caído un tercio, los tres años posteriores a la salida de Porfirio Díaz la arrastrarían a una paralización casi total. Incluso la asamblea de accionistas de 1914 no pudo efectuarse porque Monterrey había sido “objetivo preferente para los opuestos bandos combatientes que se disputaron el dominio de [la] región”. Ese año, la producción de lingotes de hierro cayó a cero. Asimismo, por primera y única vez en sus primeros treinta años de vida, Fundidora saldaría sus cuentas con pérdidas: casi setenta mil dólares en 1914, y más de 185,000 en el ejercicio siguiente.
Si bien hacia 1916 el mercado interno continuaba reducido, el horizonte internacional, en cambio, ofrecía una coyuntura espectacular: la Primera Guerra Mundial. Las demandas externas eran enormes y urgentes; los precios se elevaron abruptamente, y los países neutrales capaces de ofrecer hierro y acero, como España, tenían ante sí compradores ansiosos. Fundidora aprovecharía la Gran Guerra para sobrevivir.
En 1917 sus dirigentes comentaban que “a pesar de todas [las] dificultades, hemos logrado algunos negocios de exportación”, gracias a que “el gobierno americano no [estableció] el embargo sobre la vía ferrocarrilera de San Francisco, habiendo sido destinados algunos de nuestros envíos a China, Sumatra y Japón”. Aunque las ventas a esta última nación y a Cuba se vieron parcialmente dificultadas por la carencia de tonelaje marítimo, fueron estas exportaciones las que permitieron obtener utilidades en 1916, 1917 y 1918. En este último año el nivel de ventas superó levemente el de 1909 y se aproximó al de 1912.
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