No era la más grande, ni la más cómoda, pero sí la más culta, la que más sabía por vieja que por diabla. A ella acudían personajes de toda índole y sus costados intermediaban entre el poder divino y el civil: una pared hacia Palacio Nacional y la otra hacia la Catedral Metropolitana.
Se cuenta que los presidentes, antes de volverse intocables, se atrevían a refrescarse en ella de vez en cuando, y que su propio permiso de operaciones enmarcado y presumido como el 001 tenía el espíritu de cuando don Sebastián Lerdo de Tejada lo expidió en 1872.
Bien pudo llamarse El Nivel por medir a la opinión pública que aplaude o rechifla al inquilino en turno de Palacio Nacional. Pero no. Debe su nombre al Monumento Hipsográfico que antes de contar con una escultura y estar dedicado al cosmógrafo real novohispano don Enrico Martínez, medía los niveles de las aguas del lago de Texcoco. Estuvo por años frente a la cantina, hasta que hacia 1925 fue situado al otro extremo de la calle.
Con siglo y medio de tradición, en enero de 2008 El Nivel cerró. Su posición como purgatorio urbano no conllevó su salvación y, tras diecisiete años de litigio con la UNAM, se incorporó a esta. No sabemos si hay sitios buenos o malos para la historia, pero sí que los hay llenos de ella. El Nivel, así como ocurrió por algún tiempo con el Templo Mayor, fue sepultado en el olvido. Sin embargo, todavía hay quienes, al pasar por la calle Moneda, giran la cabeza, esperando que aquel viejo lugar reabra para que puedan circular por las venas un buen “nibelungo” y degustar un molito de olla.
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