¿Los chiles en nogada son el platillo que celebró la Independencia de México?

Verónica Zárate Toscano

Sobre una fina vajilla de talavera, fueron colocando los chiles, uno a uno, dejando ver ese verde que, junto con la ramita de perejil, simbolizarían la esperanza por construir un nuevo país independiente de la Corona española. Lo cubrirían con la blanca nogada que simbolizaba la pureza, la fe católica, pero también la unidad del pueblo. Y lo coronarían con la granada para recordar la sangre de los hombres caídos en la gesta.

 

Sor Milagros ya tenía los dedos negros de tanto pelar nueces. El día anterior había llegado una gran cantidad de producto proveniente del valle de los Volcanes. Toda la noche había trabajado afanosamente golpeando las carnosas cáscaras verdes, ya reventadas, para extraer un fruto con una cáscara dura y rugosa semejando la forma de un cerebro humano. Había necesitado todavía más fuerza para romper ese duro cascarón y extraer la parte comestible. Para mantenerse concentrada, había rezado incontables Aves Marías y Padres Nuestros mientras desprendía la fina cáscara de color café claro pegada a la almendra de la nuez. No debería quedar ni una pringa, pues se corría el riesgo de corromper la blancura que debía tener la nogada.

La hermana Clemencia tenía la minuciosa tarea de separar, uno a uno, los dientecitos rojos de las granadas, y sus dedos estaban igualmente ennegrecidos, pero valía la pena el esfuerzo, ya que la fruta coronaría el platillo que se estaba preparando. Por su parte, sor Piedad estaba inmersa en la labor de asar en el fogón los chiles poblanos para desprender la fina piel del exterior, desvenarlos y retirar las semillas. Sus dedos, además de ennegrecidos, le ardían por el picor de los chiles. Pero era una penitencia que resignadamente cumplía para expiar sus culpas por haberse quedado dormida en los maitines.

La niña a la que llamaban “la Nena” era la encargada de deshacer el manojo para extraer finas ramas de perejil, aunque el olor de estas le provocaba náuseas. Sor Filotea batallaba, mientras tanto, con cortar finas lajas de almendras y con sacar a los piñones de su duro caparazón. Qué diferencia sentiría al partir los trozos de acitrón con esa textura firme y suave a la vez. Las pasitas solo esperaban su turno de entrar en el guiso. Los duraznos criollos, las peras lecheras y las manzanas panocheras serían lo último que se pelaría y cortaría para que no se ennegrecieran.

Frente a un cazo de considerables proporciones, la madre Petronia mezclaba la carne de chancho con la carne de res, ambas delicadamente desmenuzadas y picadas, e incorporaba uno a uno los componentes del picadillo.

Las otras integrantes del ejército culinario también atendían sus tareas. La más orgullosa era la madre Enedina, encargada de preparar la nogada. En un metate echaba un puño de blancas nueces y, como le costaba trabajo molerlas, decidió añadir un trozo de queso que su tío Epigmenio, pastor de cabras en Chignahuapan, le había traído. La combinación permitió que, después de machacar con fuerza, quedara una fina pasta blanca y pura que vertió en un cazo de cobre para añadir un poco de leche –no mucha, ya que debería quedar espesa para que napara el plato–, una pizca de sal y una cucharadita de azúcar. Había decidido que, para darle una mejor consistencia y como no podía usar el vino de consagrar, añadiría un chorrito del moscatel que guardaba la madre superiora con tanto celo para cuando le venía el tramafat.

El ruido de los cascos de los caballos sobre las empedradas calles anunciaba la llegada del general Agustín de Iturbide y su tropa, que venían de firmar un tratado que pondría fin a la guerra de independencia, así que las hermanas apresuraron la preparación para agasajarlo también por ser el día de su santo, ese 28 de agosto de 1821, con un platillo cargado de simbolismo.

Sobre una fina vajilla de talavera, fueron colocando los chiles, uno a uno, dejando ver ese verde que, junto con la ramita de perejil, simbolizarían la esperanza por construir un nuevo país independiente de la Corona española. Lo cubrirían con la blanca nogada que simbolizaba la pureza, la fe católica, pero también la unidad del pueblo. Y lo coronarían con la granada para recordar la sangre de los hombres caídos en la gesta. Habría otros ingredientes no visibles en la presentación del platillo, pero que se podrían identificar con el asta bandera que sostendría el símbolo patrio: los componentes del picadillo que rellenaba los chiles.

Algo tan cotidiano como la preparación de alimentos en una cocina se convertiría en un acontecimiento histórico y parte del patrimonio nacional. Porque precisamente uno de los platillos que concentra un enorme simbolismo dentro de la cocina mexicana es el chile en nogada.

La tradición rastrea sus orígenes a Puebla, al convento de las madres agustinas de Santa Mónica, aunque hay algunas versiones con ligeras variantes. Los ingredientes principales no se consiguen todo el año, sino que coinciden precisamente en una corta temporada, en los meses de verano, por lo que este platillo solo se puede disfrutar durante unas cuantas semanas entre julio y septiembre. Sin embargo, en la actualidad, la mercadotecnia engaña al consumidor al ofrecérselos todo el año. Para darle blancura a la nogada, la preparan con una combinación de crema y nueces, modificando la receta original. Cabría preguntarse si todo el que paladea esta joya culinaria está consciente de que se está comiendo un pedazo de historia.

 

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