San Nicolás de Bari y los Santos Inocentes

Los santos invernales

Antonio Rubial García

San Nicolás de Bari fue así conocido porque sus restos se trasladaron de Anatolia (hoy parte de Turquía) a la ciudad italiana de Bari, evitando que fuera profanado. Su roja capa de obispo fue asociada con sus milagros, destacando la ayuda a los niños. Por otro lado, todo cristiano conoce la historia de los niños asesinados después del nacimiento de Cristo, con la intención de eliminarlo a él. Sin embargo, la Iglesia debatió mucho tiempo si debían o no canonizarlos.

 

Todos los pueblos agrícolas de Eurasia comenzaban sus calendarios rituales en marzo, al inicio del equinoccio de primavera, lo que convertía a febrero en el mes de las fiestas invernales de purificación, como las februas y lupercalias romanas. Esto era lógico, pues con ellas se solicitaba a las divinidades buenas cosechas para el año que se iniciaba en el mes dedicado al dios Marte, tiempo también en que se reiniciaban las campañas militares.

Cuando el cristianismo se impuso como religión oficial del Imperio romano, las fiestas invernales se trasladaron al mes décimo, al principio del solsticio. Al instaurar el 25 de diciembre como la fecha del nacimiento de Cristo, con el fin de sustituir la celebración de Mitra, el popular dios del ejército imperial, se trastocó el tradicional sistema calendárico. Entre el inicio del mes y la celebración de la Epifanía (o manifestación de Jesús ante los magos de Oriente) el 6 de enero, los obispos cristianos situaron las fiestas de una serie de santos invernales que suplantarían a los dioses paganos que se celebraban durante el solsticio, aunque en sus nombres y leyendas conservaron los atributos de las antiguas deidades.

Así, el último día del mes se dedicó a San Silvestre, un santo cuyo nombre recordaba al dios de los bosques (Silvae, en latín); el 27 se puso bajo la advocación de San Juan el Evangelista, patrono del núcleo invernal espejeando a su homónimo, Juan el Bautista, cuya celebración se hacía en el solsticio de verano; y finalmente el 6 de diciembre fue asignado Nikolaos, un obispo bizantino del siglo IV, prelado de la ciudad de Mira en la costa de Anatolia, cuyo cuerpo estaba enterrado en la ciudad italiana de Bari desde el siglo XI. Precisamente en esa centuria los pontífices romanos estaban asignando los días del año a los santos más importantes, como uno de los muchos actos con que se intentaba consolidar al papado frente a los dos imperios que cuestionaban su primacía sobre la Cristiandad: el Sacro Imperio alemán y el Imperio bizantino.

El traslado del cuerpo del obispo Nikolaos desde Mira hasta Bari en 1087, siendo un santo muy venerado tanto en Oriente como en Occidente, tenía fuertes cargas políticas. A dos años de iniciarse la primera cruzada, convocada por el papa Urbano II, el robo del cuerpo del santo –para que no fuera profanado por los turcos que habían ocupado Mira– se volvía un recurso para satanizar el avance islámico.

Por otro lado, Bari era una ciudad disputada por bizantinos y normandos, donde parte de la población simpatizaba con la iglesia griega –que desde hacía tres décadas había desconocido la autoridad del pontífice romano– y otra parte apoyaba la invasión normanda que el papa había convocado. Con el traslado del cuerpo de este obispo oriental a Bari se pretendían disminuir las tensiones entre los dos bandos. San Nicolás se convirtió así en un santo “universal”, venerado por las dos iglesias, la latina y la griega, a pesar de que ambas mutuamente se desconocían como autoridades avaladas por Dios.

Muy pronto las reliquias de San Nikolaos atrajeron a numerosos peregrinos y las leyendas sobre sus milagros en el mar lo volvieron patrono de marinos y mercaderes contra tempestades y naufragios; su dadivosidad con tres niños a quienes resucitó, y con tres mujeres a quienes dotó para casarse, lo hicieron protector de los “débiles” y casamentero.

Bari, en la Apulia, era el paso obligado hacia Brindisi, el puerto en donde marinos, mercaderes y cruzados iban hacia Tierra Santa, por lo que sus reliquias se volvieron muy populares pues, además, destilaban un aceite oloroso y curativo que muchos se llevaban a sus reinos, por lo que también se le hizo patrono de perfumeros y boticarios.

Muy pronto su culto se difundió desde Italia hasta el ducado de Lorena, de donde pasó a Francia, Inglaterra y Alemania. Entonces San Nikolaos se fue transformando en Sinterklaus y SantaKlaus, hasta convertirse en el viejo Papá Noel. Sus vestiduras de obispo se trastocaron en un traje rojo brillante, su habitación se trasladó de Italia al Polo Norte y en el siglo XX fue captado por la mercadotecnia navideña y ese consumismo que tomó como rehenes a los niños.

Estos ya habían sido colocados por la Iglesia medieval en el otro extremo de diciembre, el día 28, con el culto a los Santos Inocentes, aquellos infantes de dos años que fueron asesinados por mandato del rey Herodes en Belén para eliminar el peligro de ser destronado por el recién nacido rey salvador Jesús.

Aunque el tema ya había sido desarrollado por los bizantinos desde el siglo V a partir del texto evangélico Mateo 2 (16-18), fue hasta el siglo XIII que recibió una extraordinaria atención por parte de la iconografía occidental. Su “martirio”, aunque “involuntario”, se prestaba a representar la violencia con lujo de detalles. Pintores y escultores mostraron a los niños partidos en dos por la espada de sus verdugos o estrellados contra los muros, mientras sus madres gritaban y se mesaban impotentes los cabellos.

Algunos autores, como el jerónimo Pedro de la Vega en 1521, aseguraban que los niños habían tenido por gracia divina “integridad de entendimiento y uso de libre albedrío para que pudiesen escoger de su voluntad ser martirizados”. Señalaba además que cuando sus madres insistían en ocultarlos, ellos lloraban para ser descubiertos por sus perseguidores y así “morir por Cristo”. Con ello se llenaba el requisito fundamental para ser verdadero mártir que era la voluntad, además de haber recibido el “bautizo de sangre” con lo que les fue borrado el pecado original.

Por otro lado, los niños inocentes prefiguraban a todos los santos que morirían durante las persecuciones romanas, como una premonición de que la “Iglesia de Dios” sería fundada con sangre. Esos niños eran para Cristo, finalmente, “de los mayores caballeros de su corte soberana” y acompañaron al niño Jesús como los corifeos que anunciaban la proximidad del nuevo año.

El culto a los inocentes derivó en la Edad Media también hacia los locos, pues se asimiló la inocencia a la inconsciencia y llegó a formar parte del folclor decembrino en muchos países católicos, donde los locos eran lanzados al mar en una nave, generando un tema simbólico muy utilizado por pintores y escritores. En México incluso comenzó a hacerse costumbre lúdica en el siglo XX que aquel que prestara dinero o cualquier objeto el día de los Santos Inocentes no lo podría recuperar, pues se había dejado engañar… como un niño.

Nikolaos, el santo anciano celebrado en los inicios del mes, y los niños “protomártires” que se festejaban casi al concluirlo, reforzaban con su presencia simbólica la idea de un año que moría, con todas las alegrías y tristezas de su vejez, y otro que nacía lleno de la esperanza propia de la inocente –e inconsciente– infancia. El carácter cíclico de las estaciones ha obligado a los seres humanos a pensar sus vidas como ciclos que se abren y se cierran y, aunque arbitrariamente diciembre se instituyó como el último mes del año, su transcurso nos lleva a meditar sobre el pasado y a proponernos cambios hacia el futuro.

 

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Antonio Rubial García. Doctor en Historia de México por la UNAM y en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla (España). Se ha especializado en historia social y cultural de la Nueva España (siglos XVI y XVII), así como en cultura en la Edad Media. Entre sus publicaciones destacan: La Justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo (Ediciones de Educación y Cultura/Trama Editorial, 2011); El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804) (FCE/UNAM, 2010); Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana (Taurus, 2005); La santidad controvertida (FCE/UNAM, 1999); y La plaza, el palacio y el convento. La Ciudad de México en el siglo XVII (Conaculta, 1998). 

 

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