El santo caballero que más se arraigó en el imaginario de Occidente fue San Jorge, quien pronto se convirtió en un modelo de caballería. El otro santo caballero que echó hondas raíces en Occidente fue San Martín de Tours, también llamado San Martín Caballero por personificar las virtudes que la Iglesia quería resaltar en sus varones creyentes.
Los tres “megalomártires” En las iglesias bizantinas, rusas y armenias, Mercurio y Demetrio aparecían a menudo con San Jorge, formando una tríada de defensores del imperio cristiano frente a los musulmanes, al lado de los ejércitos angélicos encabezados por San Miguel. Los tres “megalomártires” eran representados a caballo, portando vistosas armaduras y como vencedores y matadores, mientras que sus martirios, a diferencia de otros soldados como San Sebastián o San Teodoro, no fueron representados. En el oriente bizantino, armenio y eslavo, estos tres santos se convirtieron en prototipos de la caballería cristiana (los strategata) en lucha contra las fuerzas del mal encabezadas por los musulmanes que atacaban al Imperio y a sus aliados por el sur y el este y en cuyas huestes se incluían brujas y nigromantes. Además de apropiarse de los atributos de los antiguos héroes y dioses paganos suplantados, los tres guerreros recordaban una escena bíblica veterotestamentaria en el segundo libro de los Macabeos (10, 29); en ella, cinco jinetes celestiales aparecían lanzando rayos y flechas contra los adversarios de Judas Macabeo.
A diferencia de Demetrio, Sisinio y Mercurio, San Jorge tuvo un extendido culto en Occidente, al igual que otros santos soldados orientales “sin caballo”, como San Mauricio y San Acacio. Los nuevos escenarios requerían nuevos rostros y exigían caballeros que representaran valores más adecuados para los latinos que aquellos mostrados por asesinos de emperadores nigromantes, brujas diablesas o guerreros paganos. De hecho, desde finales del siglo VIII, Occidente había contemplado el impulso de la caballería como un intrumento fundamental en las guerras de conquista desde que Carlomagno introdujo el sistema del vasallaje; este consistía en otorgar feudos (tierras de cultivo y siervos) a la nobleza a cambio de su fidelidad y de sus servicios militares, con hombres a caballo y armados. Este acto se desarrollaba por medio de un ritual religioso que consistía en un juramento que se hacía sobre las reliquias de los santos.
Un segundo elemento que fomentó la difusión del culto a los santos caballeros provino de los obispos, quienes construían la teoría de los tres órdenes: los oratores o clérigos, los bellatores o guerreros y los laboratores o campesinos. El ideal de la Iglesia desde el siglo X era crear la conciencia entre la nobleza guerrera de su función como protectora del clero y de los campesinos. Su principal función era proteger y defender a la colectividad con sus armas y caballos, castigar a los malhechores, no extorsionar a los indefensos y sujetarse a los dictados de la Iglesia.
Confrontación y violencia
En los siglos IX y X los monasterios se vieron acosados por sus vecinos laicos más poderosos que les arrebataban sus tierras, mataban a sus siervos o les imponían fuertes cargas tributarias. Ese entorno de violencia movió a obispos y abades a solicitar el apoyo de contingentes armados que los protegieran a cambio de la concesión de tierras, pues era la única forma en que podían asegurar su supervivencia. Con ellos se hacían ceremonias de investidura, se bendecían sus estandartes, armas y hombres y se combatía bajo las insignias del santo patrono. Algunos de estos rituales formaron parte de las futuras ceremonias de armar caballeros que la Iglesia comenzaría a instaurar. El mismo papado utilizó estos servicios, encabezó ejércitos y exigió vasallaje, acompañado de pagos, sobre algunos reinos.
Desde fines del siglo X la reforma benedictina de Cluny encabezó un movimiento que tenía como finalidad independizar al monacato de los poderes laicos y forjar una ideología que limitara las fechorías de los cristianos contra sus propiedades. Con ellos se consolidaron prácticas como la excomunión, la tregua de Dios (suspender la lucha desde el viernes hasta el domingo) y la paz de Dios (realizar juramentos de no agresión a las iglesias). Por otro lado Cluny también reforzó la idea de militia Dei, es decir, tanto los monjes como todos los cristianos debían ser soldados de Dios en lucha contra Satán y sus tentaciones.
El ideal religioso había asimilado ya las cargas de violencia de las sociedades guerreras. En esta época, en la que San Benito era utilizado como un santo vengador contra los nobles que atacaban sus monasterios (ver Relatos e Historias en México, n. 167), los monjes comenzaron a proponer como modelos de santos ecuestres a los soldados mártires romanos San Gereón de Colonia, San Florian de Lorch (en Austria) y San Gavino de Cerdeña. No nos quedan representaciones de ellos, pues su culto se redujo solo a las regiones donde estaban sus reliquias.
Algo distinto sucedió con la caballería santificada llegada de Oriente gracias a la expansión comercial y a las expectativas de recuperar los Santos Lugares ocupados por los musulmanes. Fue entonces, en el contexto apocalíptico de las Cruzadas, que la caballería celeste recibió su gran impulso en el Occidente. En 1033, los eclesiásticos expresaron presagios de catástrofes que anunciaban el fin del mundo, el Santo Sepulcro había sido mancillado por los infieles. Las fuerzas diabólicas se estaban desatando y el Anticristo llegaría de un momento a otro antecedido por los cuatro jinetes que traerían los anuncios de muerte, guerra, hambre y peste y la destrucción final de lo creado. Ermitaños y párrocos alentaban al pueblo a unirse a esta lucha, promovían matanzas contra judíos y canónigos pecadores eran llevados a la hoguera.
La presencia de los turcos en Tierra Santa fue el catalizador que dirigió todo este movimiento hacia la aparición de la ideología de Cruzada. Desde mediados del siglo XI, Gregorio VII prometió recompensas en el más allá a los guerreros que participaran en la guerra contra el islam en Hispania. Esa misma actitud se continuó en la Cruzada promovida por Urbano II, sucesor ideológico de Gregorio VII (desde 1088) y extendida después por Inocencio III hacia los herejes cátaros y los cismáticos bizantinos. El ideal de Cruzada comenzó a tomar un aspecto de merecimiento que equiparaba al cruzado con un mártir que moría por la causa de la fe. El término de soldados de Cristo, aplicado hasta entonces solo a los monjes, comenzó a darse también a los cruzados; sin duda los modelos de los santos ecuestres orientales inspiraron a muchos jóvenes caballeros para ir al combate a tierras lejanas, rescatar el Santo Sepulcro, unirse a las huestes celestiales para expulsar al Maligno y esperar en Jerusalén el día del Juicio Divino.
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Antonio Rubial García. Doctor en Historia de México por la UNAM y en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla (España). Se ha especializado en historia social y cultural de la Nueva España (siglos XVI y XVII), así como en cultura en la Edad Media. Entre sus publicaciones destacan: La Justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo (Ediciones de Educación y Cultura/Trama Editorial, 2011); El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804) (FCE/UNAM, 2010); Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana (Taurus, 2005); La santidad controvertida (FCE/UNAM, 1999); y La plaza, el palacio y el convento. La Ciudad de México en el siglo XVII (Conaculta, 1998).
San Mercurio, San Demetrio, San Martín y la caballería celestial