La situación de las obreras en las cigarreras virreinales

Pilar Gonzalbo Aizpuru

En Nueva España y otras colonias del imperio español, las condiciones de trabajo para miles de mujeres en las fábricas de tabaco eran similares: manufacturaban cigarros al tiempo que cuidaban de sus hijos.

 

Durante algunas semanas corrieron rumores, contradictorios, como siempre, y tan alarmantes como para desasosegar a las familias de trabajadores que se mantenían gracias a la elaboración de cigarros. ¿Se quedarían sin trabajo? ¿Habría lugar para todos en la fábrica? ¿Limitarían el número de los trabajadores?

Corría el año de 1774 y no había duda de que el gobierno pretendía acabar con la producción particular de cigarros, que era el modo de vida de miles de novohispanos. Los indicios se habían manifestado poco a poco. En 1761, con la importación de tabaco cubano con la pretensión de desalentar la producción local; más tarde, la real cédula de 1764 creaba el estanco que controlaría la producción y venta del tabaco “del rey”; y desde 1765, solo se permitiría el cultivo de tabaco en las tierras de las villas de Córdoba, Orizaba, Huatusco y Zongolica.

El gobierno virreinal emitía los permisos para el cultivo, elaboración en pequeñas fábricas particulares y el expendio de cigarros en estanquillos que contasen con la imprescindible licencia. Las empresas autorizadas proporcionaban cigarros de mejor calidad y a precios más baratos que los productores domésticos, pero no cubrían todo el mercado y en muchos hogares trabajaban desde la abuela hasta los niños.

La fábrica real

En la Nueva España se fumaba mucho: los adultos y los adolescentes, hombres y mujeres. También en la metrópoli se solicitaba tabaco y en cualquiera de las provincias del imperio. Era un negocio importante que la hacienda real no dejaría escapar. Y, para los novohispanos, el cambio decisivo se produjo en 1774, cuando se habilitaron como fábrica real las casas situadas en el barrio de Tepito, frente a la parroquia de Santa Catarina, muy cerca del convento de Santo Domingo. Se aplacaron algunos miedos y se generaron otras inquietudes. Se ordenó la contratación preferente de quienes ya habían laborado en fábricas autorizadas y, aun así, diariamente se contrataba a trabajadores temporales de ambos sexos porque las mujeres eran insustituibles en parte de los procesos de elaboración. Pero surgirían problemas porque nadie tenía experiencia en la organización de una fábrica de tales dimensiones y de esas características.

Pocos meses después de su inicio de labores, en la fábrica trabajaban más de cinco mil empleados, aproximadamente la mitad de cada sexo, y antes de finalizar el siglo casi alcanzaban los 7,500 (3,957 mujeres y 3,536 varones, en 1797). Unos y otras realizaban las tareas en edificios independientes, a los que ellos entraban por la puerta cercana a la iglesia, mientras que la entrada de mujeres se encontraba en la parte trasera, la que correspondía a los barrios de indios. La temporada de lluvias ocasionaba encharcamientos continuos en la puerta de mujeres, que una y otra vez protestaron hasta que lograron que se cubriese el piso para permitirles el acceso.

Durante los primeros tiempos, fueron frecuentes las dudas en la aplicación de un reglamento que se improvisaba ante cada dificultad. El administrador era quien asumía la responsabilidad de lograr la mejor y mayor producción, salvaguardando el decoro en las instalaciones, la armonía entre los trabajadores y el bienestar de las familias. Porque no se trataba de una simple empresa lucrativa, sino que estaba comprometido el prestigio de la monarquía con los principios de respeto a la familia, sobre la que debía sustentarse una auténtica sociedad cristiana.

 

Si desea leer el artículo completo, adquiera nuestra edición #150 impresa o digital:

José Yves Limantour. Versión impresa.

José Yves Limantour. Versión digital.

 

Recomendaciones del editor:

Madres trabajadoras en las cigarreras de Nueva España

 

Pilar Gonzalbo Aizpuru. Doctora en Historia por la UNAM. Profesora-investigadora del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México y directora del Seminario de Historia de la Vida Cotidiana de dicha institución. Es profesora emérita del Sistema Nacional de Investigadores y en 2007 recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes. Autora de numerosos libros, entre ellos Introducción a la historia de la vida cotidiana (2006), Vivir en Nueva España (2009), Educación, familia y vida cotidiana en el México virreinal (2013), Los muros invisibles. Las mujeres novohispanas y la imposible igualdad (2016), Del barrio a la capital. Tlatelolco y la Ciudad de México en el siglo XVIII (2017) y Seglares en el claustro. Dichas y desdichas de mujeres novohispanas (2018). También ha sido responsable de importantes publicaciones colectivas, entre las que destaca la obra Historia de la vida cotidiana en México (5 t., 2004-2006).

 

Title Printed: 

Y la vida se iba en humo...