Honras fúnebres de los antiguos gobernantes de Texcoco

Clementina Battcock y Maribel Aguilar

¿A dónde van los muertos?

De acuerdo con el relato del cronista franciscano Bernardino de Sahagún, en el mundo prehispánico nahua había diferentes lugares a los que, luego de la muerte, se dirigía el “alma”. Es decir, aquella fuerza, fuego divino, resplandor, gracia, rocío, sustancia, aire sutil, energía sagrada o tonalli que según la propuesta del historiador Alfredo López Austin– residía en las personas, pero principalmente en seres especiales, como los gobernantes, sacerdotes, dioses –si acaso se puede hablar de ellos separadamente–, así como en objetos receptores (imágenes, atavíos de deidades) en los que quedaba acumulada. De esta forma, cuando un gobernante moría, esa fuerza divina tenía que retornar a su origen; de ahí la necesidad de hacer un rito mortuorio correlativo a las circunstancias de su muerte.

El tipo de fallecimiento determinaba el lugar al que iba cada persona, y las ofrendas colocadas ante los difuntos tenían el poder de actuar en su beneficio durante  su  viaje  a  ese  otro  espacio  ultraterreno  que  les correspondía.

El cronista Fernando de Alva Ixtlilxóchitl refiere que, luego de su deceso, al gran Xólotl (patriarca fundador del linaje de Texcoco) se le enterró en una cueva. Por su lado, el franciscano Juan de Torquemada detalla la cuestión al explicar que el  cadáver del patriarca fue expuesto durante cinco días en un “trono”, a fin de que los gobernantes principales de otros centros pudieran llegar a verlo. Pasado este tiempo hicieron una inmensa pira a la que se arrojó su cuerpo. Luego se recogieron y depositaron las cenizas en una “caja” y finalmente ésta se trasladó a una cueva.

En las referencias anteriores, la cueva tiene un notorio protagonismo que se puede explicar por la importante función liminar de estos espacios subterráneos, pues en ellos se cruzaban por lo menos dos planos: el terrestre y el inframundo.

El gran Nezahualcóyotl

Sin lugar a dudas, el gobernante más emblemático de Texcoco fue Nezahualcóyotl. Luego de un régimen ejemplar y prolongado, su vida llegó al final. De sus honras fúnebres dio cuenta el cronista Juan Bautista Pomar, en una obra de mediados del siglo XVI titulada Relación de Tezcoco. Según Pomar, al cuerpo de Nezahualcóyotl se le vistió e instaló en un aposento bien ventilado y sobre su  vientre se colocó una pesada piedra, a fin de detener, en la medida de lo posible, la rápida descomposición del cadáver y evitar que se hinchara. Cuatro días permaneció en esa habitación, a la espera de la despedida de  otros  gobernantes. Estos se dirigían a él como si estuviera vivo y pudiera escucharlos; le hacían recomendaciones y lo ensalzaban por su gran valor.

Vencido el plazo, se vistió al cadáver con los atavíos de Huitzilopochtli, deidad guerrera, y se le colocó en el patio de su templo. Ahí se cremó el cuerpo en una pira hasta que se redujo a cenizas. En el mismo fuego se incineraron sus atuendos reales y objetos suntuarios. Después se recogieron las cenizas y se depositaron en una caja de piedra que fue conducida a una habitación de la  “casa real” destinada a albergar dichos restos.

Acto seguido, con algunas telas se hizo un envoltorio, un remedo de cuerpo, que se colocó encima de la caja que contenía las cenizas. El “bulto” fue revestido de ropajes reales y se le colocó una máscara de oro o turquesa. Tal representación del gobernante muerto hacía las veces del personaje a los ojos de aquellos dignatarios que, por cualquier circunstancia, no habían llegado a tiempo para ver el cadáver del “rey”.

El cronista dominico fray Diego Durán refirió, en su Historia de las Indias de la Nueva España e islas de Tierra Firme, que al enterarse de la muerte de Nezahualcóyotl, Moctezuma (o Motecuhzoma), señor de Tenochtitlan, mandó a sus mensajeros con veinte “esclavos”, muchas joyas, ricas mantas y plumas para que “les fueran a servir en la otra vida”. La circunstancia de añadir seres u objetos al entierro también se ha podido corroborar en la indagación arqueológica de las sepulturas mesoamericanas, pues se han encontrado vasijas que pudieron  contener agua, alimentos o copal –cuyo vapor al incinerarse servía como alimento para las deidades–; así como en la presencia de restos de animales –como  cánidos– que debían acompañar al fallecido en su deambular por el Mictlan  (“lugar  de  los  muertos”). De tal modo que las ofrendas quemadas junto con el cuerpo eran indispensables y efectivas para auxiliar al difunto en su destino inmediato.

 

Aquí se presenta sólo un fragmento del artículo "El adiós a los reyes" de las autoras Clementina Battcock y Maribel Aguilar, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 96: 

“La guerra de reforma no fue antirreligiosa”. Versión impresa.

“La guerra de reforma no fue antirreligiosa”. Versión digital.