A orillas de lo que fue el antiguo pueblo de Santa Fe en Cuajimalpa, no muy lejos del impresionante desarrollo urbano formado por modernos edificios y centros comerciales al poniente de la Ciudad de México, se encuentra una pequeña ermita cercana a la fuente de agua que abasteció a la capital desde la época colonial. En ella habitó en las últimas décadas del siglo XVI Gregorio López, un personaje hoy casi olvidado, pero cuya vida y actuación fueron muy difundidos a lo largo de los siglos virreinales, pues en el XVII se le inició un proceso de beatificación en Roma.
El ermitaño errante
Después de su desembarco en Veracruz en 1562, se dirigió a la Ciudad de México, en donde trabajó como ayudante de escribano pues, a diferencia de muchos emigrados, Gregorio era un hombre letrado. No sabemos la razón por la cual, al poco tiempo de su arribo, decidió dirigirse al importante centro minero de Zacatecas, donde se requería personal que supiera leer y escribir y en el que parece haberse dedicado a la instrucción de párvulos. En la biografía del padre Losa se menciona que cuando presenció una reyerta en la que murieron dos hombres por disputarse unos tejos de plata, decidió abandonar las ciudades donde los hombres ofendían a Dios por acumular bienes terrenales. Así, cuando cumplía veintiún años, Gregorio se volvió ermitaño, se fue a vivir entre los chichimecas del valle de Amayac, en un lugar llamado Atemajac, a siete leguas de Jerez, y con la ayuda de los “bárbaros” construyó su primera ermita en ese paraje.
López tampoco duró mucho tiempo ahí y sin ningún motivo conocido se trasladó a la Huasteca, en el otro extremo del territorio. Una terrible enfermedad estomacal, que lo aquejaría por mucho tiempo, lo obligó a mudarse de nuevo de lugar y en 1574 se fue a vivir a Atlixco, cerca de Puebla, donde tuvo un fuerte enfrentamiento con los francisanos que lo acusaron de herejía ante el comisario de la Inquisición. En una época en la que el luteranismo era visto por los católicos como uno de los peores males acontecidos a la humanidad, un hombre como Gregorio, que no poseía imágenes, ni portaba escapularios, ni ejercitaba devociones como la del rosario, ni era asiduo a la misa, ni a los sacramentos, ni practicaba las obras corporales de caridad, debió parecer muy sospechoso.
Esto obligó al joven ermitaño a trasladarse en 1575 a un espacio mucho menos peligroso y cercano a la capital virreinal: se mudó al santuario de la Virgen de los Remedios, situado en el cerro de Otoncapulco y que por entonces era promovido por el ayuntamiento de la Ciudad de México; ahí su tipo de vida comenzó a llamar nuevamente la atención. Fue entonces que el arzobispo Pedro Moya de Contreras comisionó al padre Francisco Losa y al jesuita Alonso Sánchez para que fueran a Los Remedios y examinaran al ermitaño en materia de fe. El informe fue tan favorable para López que el propio arzobispo lo visitó con frecuencia y los examinadores se volvieron fieles seguidores suyos.
Es muy posible que ellos le recomendaran acudir a Oaxtepec para atenderse de los fuertes dolores de estómago que lo aquejaban. En ese pueblo trabó una buena amistad con Bernardino Álvarez, cuya congregación atendía un hospital anexo a una huerta en la que los hermanos hipólitos cultivaban yerbas medicinales. Durante su estancia en Oaxtepec, Gregorio López adquirió muchos conocimientos de farmacopea indígena y europea e incluso escribió un Tesoro de medicinas en el que recopiló remedios y conocimientos de plantas medicinales. Gracias a su utilidad para quienes no tenían un médico cerca, este libro fue publicado en 1672 y tuvo una gran aceptación.
Durante su estancia en Oaxtepec, López no perdió contacto con el padre Losa, quien lo convenció de trasladarse a Santa Fe y le consiguió permiso para viviren la pequeña ermita a las afueras del pueblo que, según la tradición, había pertenecido a don Vasco de Quiroga. Cuando era oidor de la Segunda Audiencia, este importante personaje había fundado en 1532 el pueblo de Santa Fe alrededor de un hospital, para crear ahí una sociedad utópica en la que sus habitantes vivirían como en los tiempos apostólicos, sin propiedad personal y en comunidad de bienes. La utopía de Quiroga, inspirada por la de Tomás Moro, ya no existía cuando Gregorio López se mudó ahí, pero el pueblo seguía dependiendo de la mitra de Michoacán, heredera de los bienes de quien sería su primero y más destacado obispo.
Paz y sosiego en Santa Fe
Corría 1580 cuando Gregorio se mudó a Santa Fe; tenía para entonces 38 años y ahí encontró por fin la paz y el sosiego que buscaba, protegido por su amigo el padre Losa. Desde entonces este comenzó a recopilar información sobre su vida anterior y, aunque López habló de algunas de sus experiencias en Nueva España, nunca quiso revelar sus orígenes familiares ni las razones por las que abandonó su patria.
Desde 1589 Francisco Losa se fue a vivir con él después de haber renunciado a una capellanía en la catedral de México y a sus posesiones. Aunque el sacerdote fungió como confesor del laico, de hecho su relación con el ermitaño fue de una total sumisión. Losa llamaba a López su maestro y era quien atendía las necesidades de la pequeña ermita donde ambos habitaban y se encargaba de protegerlo de los visitantes inoportunos que amenazaban con estorbar la privacidad que requería su maestro para la contemplación.
En la convivencia con el ermitaño, el padre Losa descubrió que era un hombre muy instruido. Gregorio tenía conocimientos de astronomía, geografía e historia; tenía en su ermita un globo y un mapa hecho de su mano, daba noticias de naciones y provincias del mundo y describía costumbres y paisajes. Llegó incluso a elaborar una cronología y un calendario. Además de las historias de las naciones antiguas y modernas y la de la Iglesia, conocía a fondo muchas de las propuestas heréticas y las rebatía con argumentos muy convincentes. Por ello muchas personas de todo estado y condición acudían a visitarlo: igual clérigos y señores que por necesidad o por curiosidad llegaban desde la Ciudad de México e incluso de Puebla a pedir consejo para sus negocios o discutir con él temas teológicos, como el mismo virrey Luis de Velasco el Joven, quien iba a menudo a verlo para hablar con él sobre los asuntos del reino.
Posible santo y probado sabio
A su muerte en 1596, a los 54 años, Gregorio López era ya un personaje muy conocido en los territorios centrales de Nueva España; por su fama de santo y sabio, se volvió un candidato ideal para promover su causa de beatificación ante la Sagrada Congregación de Ritos. Para iniciarla era necesario dar a conocer su vida, labor que correspondió a quien más lo había tratado: el padre Losa. En su obra, se propuso probar que López era un buen cristiano, es decir, que sus enseñanzas estaban conformes con las de la Iglesia, y mostrar que su inspiración partía de sus experiencias místicas y reunía las virtudes que lo acreditaban como un hombre santo.
Losa describió en su libro una vida cotidiana hecha de contemplación y lecturas bíblicas y piadosas, entre las que estaban las obras de santa Teresa; habló también de sus retiros en la soledad de su habitación, que se alternaban con breves comidas, acompañadas con charlas edificantes y lecturas; abundó sobre su riguroso ascetismo, pues dormía sobre el suelo con una piedra por almohada, vestía remendado sayal y comía una vez al día tan solo maíz tostado y frutas silvestres, nunca carne. El modelo del ermitaño santo requería también que se trataran otros temas, como el triunfo sobre las tentaciones demoniacas, los milagros realizados en vida –como el de “leer conciencias”–, convertir pecadores y vivir rodeado de ángeles, al igual que las curaciones realizadas por su cadáver cuando murió.
Tres años después de que salió publicada la Vida de Gregorio López, Losa llevó sus restos mortales desde la ermita de Santa Fe hasta la recién fundada iglesia de San José de las monjas carmelitas descalzas, de las que había sido nombrado capellán. Dicho traslado se hizo con mucho sigilo para no alterar a los habitantes del pueblo que estaban orgullosos de poseer las reliquias de un futuro santo. Para la promoción de la causa solo faltaba la anuencia del episcopado y en 1622 Losa convenció al arzobispo Juan Pérez de la Serna de abrir las informaciones para iniciar el proceso de beatificación.
En 1635 otro arzobispo, Francisco Manso y Zúñiga, mandó trasladar sus huesos a la catedral de México y, a su regreso a España, se llevó como reliquia el cráneo de López para regalarlo a Felipe IV. Este rey tomaría la causa de beatificación bajo su protección pues, por su origen madrileño, al igual que el recién canonizado Isidro Labrador, Gregorio López podría ser un timbre más de orgullo para esa villa que era la sede de la monarquía española y cabeza del imperio. Fue quizás entonces que comenzó a circular el rumor, alimentado por el silencio de sus orígenes, de que López pertenecía a la familia real e incluso se le emparentó con el rey Felipe II y el emperador Carlos V.
Tal especulación fue propiciada por una edición madrileña de la obra de Losa aparecida en 1630, corregida y aumentada por Luis Muñoz, procurador de la causa de López en la corte de Madrid. Esta era la tercera vida publicada de Gregorio López, pues en 1617 el mercedario fray Alonso Remón reimprimió en Madrid, “a petición de muchas personas espirituales que hay en la corte”, la Vida de Gregorio López tomada de la edición mexicana de 1613. A partir de la edición de Muñoz se hicieron tres más en francés y una en inglés, propiciadas por la efervescencia mística que se vivía entonces en Europa.
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Antonio Rubial García. Doctor en Historia de México por la UNAM y en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla (España). Se ha especializado en historia social y cultural de la Nueva España (siglos XVI y XVII), así como en cultura en la Edad Media. Entre sus publicaciones destacan: La Justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo (Ediciones de Educación y Cultura/Trama Editorial, 2011); El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804) (FCE/UNAM, 2010); Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana (Taurus, 2005); La santidad controvertida (FCE/UNAM, 1999); y La plaza, el palacio y el convento. La Ciudad de México en el siglo XVII (Conaculta, 1998).
Una santidad cuestionada