Cronista de Ciudad de México e historiador de la vida colonial
Sobre Luis González Obregón (Guanajuato, Gto., 23 de agosto de 1865-Ciudad de México, 19 de junio de 1938) escribió Edmundo O’Gorman: su vida transcurrió entre “el fusilamiento de Maximiliano y la expropiación petrolera. […] Tenía siete años cuando murió Juárez; el régimen porfiriano le consumió desde la adolescencia (19 años) hasta la madurez (46 años), y al expedirse la Constitución [1917] que hoy rige la República, ya había vivido más del medio siglo”.
Estudió en la Escuela Nacional Preparatoria; Ignacio Manuel Altamirano sembró en él la inquietud por la historia y Joaquín García Icazbalceta por la historia colonial, en la que centró su inquietud. Junto con Ángel de Campo, Luis G. Urbina, Ezequiel A. Chávez, Toribio Esquivel Obregón y Francisco A. de Icaza fundó el Liceo Científico y Literario en 1885, mismo año en que publicó la novela La posada.
Como historiador desarrolló estudios extensos y breves. Entre los primeros, Don Joaquín Fernández de Lizardi (El Pensador Mexicano) (1888), El capitán Bernal Díaz del Castillo (1894), la “Reseña histórica del desagüe del valle de México” –parte de la Memoria de dichas obras hidráulicas– (1902, t. 1), Los precursores de la Independencia mexicana en el siglo XVI (1906) y La vida en México en 1810 (1911). Entre los segundos, relatos sobre la vida de Ciudad de México –especialmente de acontecimientos desarrollados en sus calles– que fueron de enorme popularidad, iniciados en 1888 como artículos para el diario El Nacional y reunidos en 1895 con el título de México viejo (1521-1821). Estos relatos breves, publicados en revistas literarias y diarios, atravesaron el porfirismo, la Revolución y la posrevolución.
Luis González Obregón continuó con el estudio del colonialismo iniciado por Ignacio Rodríguez Galván con “La hija del oidor” en 1837, Muñoz, visitador de México (1838) y El privado del virrey (1842), al igual que hicieron, entre otros, José Joaquín Pesado con El inquisidor de México (1838); Justo Sierra, padre, con La hija del judío (1848-1849); Vicente Riva Palacio con Martín Garatuza y Monja y casada, virgen y mártir. Además reunió la herencia de Lucas Alamán, del costumbrismo de Los mexicanos pintados por sí mismos y de José Tomás de Cuéllar.
De acuerdo con José Luis Martínez, González Obregón trabajó en el antiguo Museo Nacional, en el que colaboró en un volumen sobre los conquistadores y primeros pobladores de la Nueva España y en la publicación de la Historia de la Nueva México de Gaspar de Villagrá; a petición de Francisco del Paso y Troncoso, recopiló las gramáticas indígenas publicadas en los Anales del Museo. Dirigió el Boletín de la Biblioteca Nacional y escribió la historia de la misma.
En 1911 le encomendaron la dirección del Archivo General de la Nación; creó una Comisión Organizadora y el acervo “dejó de ser un amontonamiento de atados de papeles sucios para convertirse en un centro de investigación histórica, con una clasificación e índices”. En 1914, durante la Revolución y tras el triunfo de los constitucionalistas, fue sustituido en dicho cargo por el poeta Rafael López, quien organizaba tertulias literarias a las que concurrían González Obregón, Nicolás Rangel, Pedro de Alba, Manuel Romero de Terreros, el “joven viejo” de veinte años Julio Jiménez Rueda, Manuel Toussaint, Genaro Estrada, Artemio de Valle-Arizpe, Manuel G. Revilla y Francisco Monterde García Icazbalceta; este último, iniciador de los nuevos virreinalistas al participar en agosto de 1915 en un concurso literario de El Mexicano con “La dama del medallón”, “La sombra del virrey” y “El madrigal de Cetina”.
González Obregón sirvió de mentor y puente entre los colonialistas del siglo XIX y los del XX. En junio de 1914 el mandatario Victoriano Huerta fundó una Academia Mexicana de la Historia, presidida por Genaro Estrada, a la que pertenecieron, entre otros, don Luis, Romero de Terreros, Nemesio García Naranjo, Francisco Fernández del Castillo, Jesús Galindo y Villa, Ricardo García Granados, Luis García Pimentel, Juan B. Iguíniz, Emilio Rabasa, Francisco Sosa y Julio Zárate. Después de ser clausurada por Venustiano Carranza en 1917, González Obregón y Romero de Terreros fundaron en 1919 la Academia Mexicana de la Historia correspondiente de la Real de Madrid, que don Luis presidió hasta 1922.
Opinó Carlos González Peña que la historia en sus manos salió “de la frialdad, para convertirse en materia plácida y familiar a todos asequible”; no se encastilló “en los aspectos militar y político” al abordar “cultura, usos, costumbres y particularidades pintorescas”; reconstruyó “con todos sus menudos y cautivadores detalles […] la vida de antaño”; le dio “color e intención literaria a la historia” y su obra era “por todos insistente y curiosamente buscada con el mismo afán con que se busca el novelesco relato o el atrayente volumen de versos”, por lo que su popularidad rebasó fronteras.
Al centrar su obra en Ciudad de México se le conoció como el cronista de la capital, pues reconstruyó hechos, leyendas y tradiciones de sus calles, recopilados en una nueva edición de México viejo. 1521-1821 (1900), así como en México viejo y anecdótico (1909), Vetusteces (1917) y Las calles de México (1922 y 1927). Comenta Manuel Carrera Stampa:
“¿Cronista de la Ciudad de México? Sí, en su amplia significación literaria e histórica, no a la manera de la descripción de lo actual como en celebrados Diálogos dejó constancia de la ciudad en 1554 Francisco Cervantes de Salazar, el primer cronista […]. Ni el apunte del diario acontecer citadino […]. Ni tampoco el relato más apretado de Jesús Galindo y Villa […].
Con un grueso caudal de conocimientos, acopio de datos pertinentes e información posible, plenamente empapado de las costumbres y usos del pasado, González Obregón logró captar su ámbito histórico y religioso con singular maestría en una prosa llena de colorido, proyectando clara luz sobre la cultura, instituciones y vida social de la ciudad colonial, como si fuese un contemporáneo, un testigo; y lo que es su mayor acierto, nos entromete con la jovial amenidad de sus relatos como si nosotros mismos participáramos en tradiciones, leyendas, sucedidos y ocurrencias.”
Para terminar, hay que decir que Luis González Obregón anticipó la actualmente tan valorada historia de la vida cotidiana; basta ver el título de su libro La vida en México en 1810 y los de sus relatos breves “Lo que aconteció a una monja con un clérigo difunto”, “El crimen de la Profesa”, “El barbero de su excelencia”, “Lo que costó a México el nacimiento de un infante”, “El descendimiento y el entierro de Cristo en 1582”, así como “La vida colonial en las calles y en las plazas”.
El artículo "Luis González Obregón. Cronista de Ciudad de México e historiador de la vida colonial" del autor Aurelio de los Reyes García-Rojas se publicó en Relatos e Historias en México número 127. Cómprala aquí.