La Reforma liberal de la segunda mitad del siglo XIX modificó el escenario político y económico, transformó de a poco a la sociedad y cambió radicalmente el paisaje arquitectónico y urbano de la capital mexicana
A pesar de que el final del siglo XVIII y el despertar del XIX trajeron a Nueva España el triunfo absoluto de las ideas ilustradas y, como consecuencia inmediata, las nuevas ideas independentistas que, a la postre, lograron la separación absoluta de la metrópoli, Ciudad de México no padeció en sí misma ningún cambio definitivo.
Las transformaciones se dieron, más bien, hacia el interior de la sociedad que, poco a poco, se fue acostumbrando a hacer política para encontrar, por primera vez en su historia, un proyecto de nación que le fuera propio.
El caso fue que, para la ciudad, la vida parecía continuar plasmada en aquellos muros que el virrey Juan Vicente de Güemes, conde de Revillagigedo, le legara y la guerra por la independencia respetara. Sin embargo, los nuevos vientos de la República, primero federal y luego central y viceversa, en un juego de ir y venir que parecía no terminar nunca, comenzó a hacer mella en aquella ya tres veces centenaria urbe.
Por principio de cuentas, desaparecieron los escudos heráldicos de las fachadas de los antiguos palacios dieciochescos, lo mismo que de las churriguerescas portadas de los fastuosos templos coloniales. El motín de 1828, con la consiguiente quema del mercado del Parián, transformó también parte de las costumbres y de la mentalidad. Los pronunciamientos, que se convirtieron en espectáculo permanente en la vida de los habitantes de esta ciudad, destruían un día una torre y al día siguiente tres, borraban los jardines de la Alameda o de cualquier otra plaza, cortaban el agua, derrumbaban puentes... Todo lo que alteraban en la lucha, los “levantados” prometían restaurarlo una vez que concluyera, si resultaban triunfantes, claro. El asunto es que no era así, ya que el problema mayor que en ese momento enfrentaron las nuevas autoridades, y así continuó con muy contadas excepciones a lo largo de todo el siglo, fue la falta de presupuesto para corregir los desperfectos causados en cada uno de estos movimientos armados y tratar de mantener las mejoras materiales heredadas de la Colonia.
Si a todo esto le sumamos la entrada de las tropas estadounidenses en aquel aciago septiembre de 1847 y su permanencia hasta febrero del año siguiente, el panorama era desolador.
Con la firma de los tratados de paz con Estados Unidos, el gobierno nacional puede regresar a esta ciudad muy desmejorada ya para entonces y más tarde, ante la incapacidad probada de una serie de gobiernos que por efímeros parecieran interinos, se decide –en un arranque que hoy parece desesperado– llamar de nuevo a don Antonio López de Santa Anna, quien años atrás, justo cuando ya se había perdido hasta Chapultepec en la lucha contra la invasión norteamericana, abandonara la capital de la República y se embarcara días después rumbo a Colombia.
A su nuevo gobierno, Santa Anna le dio la imagen de una especie de monarquía, comenzando por hacerse nombrar Su Alteza Serenísima y restaurar aquella condecoración nobiliaria que Agustín de Iturbide nunca le otorgara: la orden de Guadalupe. Precisamente con este afán de grandeza es que el general presidente decide hacer aquellas mejoras materiales que le dieran a la capital el aire de grandeza que su gobierno requería.
Un año antes de que Santa Anna comenzara su último gobierno, el presidente Mariano Arista, famoso por su honradez a toda prueba, había hecho ya algunos intentos de mejoras, como la puerta que le agregara a Palacio Nacional y que desde entonces se le conoce como “mariana” en su honor, y por la cual en 1853 saliera directamente a su hacienda de Nanacamilpa en Tlaxcala. Asimismo, fue durante este gobierno cuando el general Arista, presionado por los antiespañoles que no soportaban cualquier cosa que les pareciera una rémora colonial, ordenó el traslado de la estatua ecuestre de Carlos IV, mejor conocido como “el Caballito”, de los patios de la Universidad al sitio en que permaneció durante 127 años, en lo que entonces eran los confines de la ciudad, allá por la Plaza de Toros, muy cerca de la hacienda de la Teja y del Paseo Nuevo, y que con el tiempo se convirtiera en la confluencia de avenida Juárez, Paseo de la Reforma y Bucareli. Así, con la habilidad de un presidente que además de honrado era sensible, se les dio gusto a quienes querían fundirla, mandándola lo suficientemente lejos para que ni siquiera la vieran, y la ciudad conservó una pieza clave de su pasado histórico.
El caso es que para cuando Santa Anna regresó con sus aires de grandeza imperial, poco fue lo que pudo hacer por la ciudad; ni siquiera llevó a la práctica aquel proyecto que en 1843 don Lorenzo de la Hidalga, uno de los mejores arquitectos que viera esta noble ciudad –una de sus obras, la magnífica cúpula de Santa Teresa la Antigua, todavía enseñorea el paisaje de la Plaza de la Constitución–, realizara con el fin de colocar en el centro de esta última una columna que conmemorara la independencia de México. Bien es sabido que de este monumento a la libertad de la patria solo se construyó el basamento, también llamado zócalo, por lo que el pueblo comenzó a nombrarlo como punto de referencia, dando así el mote de Zócalo a la plaza cuyo nombre oficial recuerda que ahí se juró por órdenes de Fernando VII, rey de España, la Constitución liberal de 1812.
Afortunadamente, en aquel gobierno santannista de los años cincuenta sí se pudo levantar airoso el Teatro Nacional –también obra del arquitecto De la Hidalga–, que tanta fama le diera a la ciudad y donde, por cierto, se estrenara el Himno Nacional Mexicano, durante el último estertor de la dictadura de Santa Anna, en 1854. Dicho monumento fue absurdamente demolido cuando, en 1901, el presidente Porfirio Díaz decidiera continuar la calle 5 de Mayo y convertirla en avenida para que por ahí desfilaran los carruajes que llegarían al nuevo Teatro Nacional, mismo que nunca vería terminado y que hoy conocemos como Palacio de Bellas Artes.
La salida por última vez y para siempre de Santa Anna de la presidencia del país, sucedió en 1855, mediante las fuerzas de don Juan Álvarez, cacique sureño que, gracias al apoyo de quienes después formarían la más gloriosa generación de liberales de la historia de México, lograra destronarlo merced a la Revolución de Ayutla, cuyo plan, fraguado en esta misma ciudad, llevara entre sus postulados el derrocamiento de Su Alteza Serenísima y la creación de una nueva Constitución.
La pléyade de políticos liberales, tanto puros como moderados, surgidos de esta lucha se preocupó mucho por el aspecto político: formuló una nueva Constitución y promovió leyes –las conocidas como de Reforma– que a la postre provocaron una guerra entre liberales y conservadores, pero no por la capital de la República, eco de todos sus afanes renovadores.
Hacia 1859, los habitantes de Ciudad de México se encontraban divididos, al igual que los de gran parte del territorio nacional, por las pugnas suscitadas entre estas dos fuerzas políticas. La presidencia –también dividida– la ocupaban Miguel Miramón, en la capital, y Benito Juárez, en su periplo itinerante en defensa de la legalidad republicana.
Cuando en 1861 comienzan a imperar las leyes de Reforma, promulgadas por el gobierno de Juárez en Veracruz mientras se desarrollaba la guerra civil entre liberales y conservadores que se prolongó durante los tres años anteriores, la fisonomía urbana de la capital del país entra de lleno en un proceso de transformación iniciado cinco años antes al ser demolida, por órdenes del entonces presidente Ignacio Comonfort, parte del enorme convento de San Francisco –el más grande de la ciudad–, puesto que el gobierno albergaba temores de que ahí se estuviera conspirando en su contra.
Esta publicación sólo es un extracto del artículo "Revolución Liberal" de la autora Guadalupe Lozada León, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 110.