El delito de solicitación implicaba no solo que los religiosos se desviaran del fin principal de la confesión, sino que rompieran con el voto de castidad y atentaran contra la santidad del sacramento de la penitencia. En Nueva España, tanto curas como religiosos conventuales fueron acusados ante la Inquisición de solicitar favores carnales a sus feligresas durante la confesión.
Pocas cosas molestaban tanto al doctor Antonio Bergosa como los funcionarios incompetentes. Cuando el obispo de Salamanca e inquisidor general de España, don Felipe Bertrán, lo envió a Nueva España en 1780 para ocupar el cargo de fiscal en el Tribunal del Santo Oficio, este fiel vasallo de la Corona y la Iglesia se propuso ejercer su labor con toda eficiencia y pulcritud. El día en que don Antonio por fin desembarcó en el puerto de San Juan de Ulúa, después de un largo viaje que inició en Madrid, estaba lejos de imaginarse el disgusto que se llevaría nada más entrar a las salas del tribunal. Ni la magnificencia de la corte mexicana, ni la belleza del edificio de la Inquisición –cuya singular fachada acababa de admirar boquiabierto desde la plaza de Santo Domingo– pudieron amortiguar el golpe que recibió cuando se halló frente al escritorio de su predecesor, el licenciado José Gregorio de Ortigoza (también escrito como Ortigosa).
En la mesa del exfiscal encontró apilados numerosos papeles y expedientes, desde simples denuncias remitidas por los comisarios hasta causas abiertas por delitos de blasfemia, hechicería, pacto con el diablo, proposiciones heréticas, amancebamiento, casados dos o más veces, etcétera, etcétera... El problema no era la cantidad de causas acumuladas, comprensible en un tribunal como el de Nueva España, encargado de administrar justicia en un territorio tan extenso como el virreinato mismo y encima también en las islas Filipinas. El verdadero problema estaba en los procesos mal formados, según palabras del propio Bergosa y Jordán.
En los siguientes meses a su llegada advirtió que el tribunal anterior –incluido, por supuesto, el licenciado Ortigoza– había actuado de manera compasiva en varios casos. El ministro atribuyó este “defecto” a la ligereza con la que se habían llevado a cabo las investigaciones. En la alta esfera del mundo judicial en el que se había formado este orgulloso jurista, graduado en la Universidad de Valencia, era bien sabido que el éxito de los procesos dependía en buena medida de la diligencia de sus fiscales. Y los tribunales del Santo Oficio no escapaban a esta premisa.
En ellos, un expediente bien llevado permitía la oportuna detección y corrección del sospechoso de herejía o el castigo del contumaz hereje. Sus ministros actuaban convencidos de que en las causas de fe se jugaba la salvación del alma del reo porque la obra del tribunal consistía, justamente, en regresar a las ovejas extraviadas al verdadero rebaño de los fieles. Por todo esto, era inaceptable para el doctor Bergosa que en los expedientes faltaran, como notó, informes secretos o extrajudiciales de la vida y las conductas de los sospechosos; que no se citara a declarar a todos y cada uno de los testigos; o que los interrogatorios se aplicaran con desidia, sin el afán de atemorizar a los implicados para forzarlos a confesar lo que sabían.
También don Antonio advirtió con repugnancia que en el archivo de la Inquisición había un escandaloso porcentaje de denuncias por solicitación (cuando los religiosos se desviaban del fin establecido para la confesión y, en cambio, intentaban seducir a sus fieles) y procesos suspensos por este gravísimo delito. Por esta razón, durante los ocho años que actuó como fiscal puso particular empeño en disciplinar a los malos confesores del virreinato y lograr que el tribunal castigara a más de 35 por solicitar favores carnales a sus feligresas o, peor aún, por tener tratos torpes con ellas con el pretexto de impartirles, en privado, el sacramento de la penitencia.
Además de esos sacerdotes castigados, otros continuaron bajo la vigilancia de Bergosa, y cuando este ascendió de fiscal a juez inquisidor en 1788, no quitó el dedo del renglón, manteniendo una postura intransigente hacia los solicitantes. A pesar de ello, muchos sospechosos, tanto curas diocesanos como, sobretodo, religiosos conventuales, lograron escabullirse de la justicia inquisitorial recurriendo a la protección de sus autoridades o de familiares y amigos influyentes. Entre estos casos complicados, ninguno indignó tanto a don Antonio como el de Fernando Martagón.
El Manual del padre Martagón
Bergosa y Jordán recordaría a aquel franciscano el resto de su vida porque, cuando marchó a la ciudad de Antequera en 1802 para gobernar el obispado de Oaxaca, llevó consigo un libro que el padre Martagón había publicado años antes. De tanto en tanto, cuando don Antonio recorría con los ojos su biblioteca para buscar algún tratado, se topaba con el Manual de exercicios para practicar los santos desagravios de Christo. El color amarillento de la encuadernación, de corriente pergamino, se hacía notar de golpe a pesar del reducido tamaño del impreso. Era un grosero intruso rodeado de finos volúmenes, tan grosero como el hombre que lo había dado a la luz. Sin embargo, ahí permanecía el librillo, mudo e inservible.
Aunque no sucedía lo mismo en las casas de numerosas familias de la capital y las principales ciudades de Nueva España, donde el Manual del padre Martagón se leía con lágrimas en los ojos desde 1781 y se practicaba con fervor para pedir perdón por los pecados. Hacía muchos años que el franciscano se había ganado el respeto de los fieles por su ardua labor como médico de almas, pero gracias a su libro se ganó también la admiración de los vecinos de la Ciudad de México. Su vehemente pluma, que por momentos rayaba en el fanatismo, sorprendió a sus superiores porque, a decir verdad, en materia de estudio nunca le vieron méritos.
Desde entonces, los feligreses del padre Martagón comenzaron a besarle la mano después de recibir su bendición; escuchaban más atentos que nunca sus sermones y cada viernes abarrotaban el atrio y la nave de su capilla para practicar las estaciones del viacrucis y los desagravios bajo su dirección. Muchos fieles asistían a las meditaciones con su Manual de exercicios en la mano. Así, la poca humildad que le quedaba al predicador se esfumó cuando vio que su libro se vendía como pan caliente en la Tienda de Devocionarios de Antonio Valdés y Felipe de Zúñiga. Entonces el fraile comenzó a darse ínfulas de escritor, alentado por la publicidad que estos muimpresores le hacían en la Gazeta de México cada vez que anunciaban una nueva reimpresión de su Manual.
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