Eran tiempos de la Segunda Guerra Mundial y en la ciudad todos sabían que ahí se cocinaba algo muy grande, pero la parcialización del trabajo impedía saber qué. Algunos sospechaban que hacían algún tipo de gas químico para enloquecer a los nazis, o algo así.
Lo cierto es que nadie podía moverse a sus anchas por el pueblo, solo en el sector que les correspondía; además, cada “barrio” estaba sellado. El correo era censurado y estaba prohibido hablar sobre lo que cada quien hacía, aunque nadie realilzara algo que mereciese la pena ser contado. Había carteles por doquier para mantener la boca cerrada. Cualquiera era sospechoso de ser espía y, si alguien hablaba de más, podía ser acusado de acuerdo con la Ley de Seguridad Nacional.
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