El increíble arco de San Agustín, un pasadizo cubierto en la Ciudad de México

Enrique Tovar Esquivel y América Malbrán Porto

 

A espaldas del antiguo templo de San Agustín, en el número 81 de República de El Salvador, donde hoy se alza parte de la Farmacia París, están los vestigios del pasadizo. En el balcón de la extrema derecha se observan los cambios en la fachada que indican que allí iniciaba un extremo del arco.

 

 

Desde su fundación en el siglo XVI, la capital de Nueva España apostó por una traza que proyectó amplias y rectilíneas calles que formaban –en la medida de lo geográficamente posible– manzanas rectangulares y plazas delineadas a cordel de una regularidad homogénea, libre y pública, concebida tan distinta de la vieja capital madrileña que, con sus tortuosidades urbanas, recovecos sin salida y calles irregulares, mostraba sus orígenes medievales intimistas y defensivos.

 

El convento de San Agustín

 

Cuando los primeros agustinos arribaron a Ciudad de México el 7 de junio de 1533, fueron recibidos en el convento de Santo Domingo, donde se mantuvieron hasta que consiguieron una casa temporal en la calle de Tacuba, al tiempo que solicitaron al ayuntamiento un solar para construir su convento, el cual fue otorgado al suroeste de la Plaza de Armas, en la parcialidad conocida como de San Juan Moyotla, dentro de la traza española. Aunque fuera de la firmeza del islote donde se había fundado México-Tenochtitlan, el sitio otorgado resultó muy fangoso, motivo por el cual los indígenas le llamaban Tzoquipan (donde hay mucho lodo), nombre que también refería a una parcialidad y a un barrio.

 

No debieron tardar demasiado en emprender las obras del futuro convento agustino. Aunque no hay datos sobre su inicio y término, ya estaba en funciones cuando se colocó la primera piedra para la iglesia el 28 de agosto de 1541, la cual se concluyó en 1587, como lo señalan Manuel Romero de Terreros en La iglesia y convento de San Agustín y Alfonso Toro en La cántiga de las piedras.

 

Convento e iglesia ocuparon toda una manzana (hoy conformada por las calles Venustiano Carranza, 5 de Febrero e Isabel la Católica, así como República de El Salvador a su espalda) y aun así les fue insuficiente el espacio, ya que en él se congregaban “muchos religiosos honrados, gente grave y de letras que la habita”, además de todos los que concurrían para alivio de sus necesidades y consuelo, así como “a actos de letras y públicas conclusiones”.

 

Cuando hubo necesidad de abrir un noviciado, los agustinos resolvieron adquirir, en fecha incierta, unas casas detrás de la iglesia (con la calle de República de El Salvador de por medio).

 

La construcción del pasadizo

 

Hacia 1575, los frailes hicieron una insólita petición al virrey: solicitaron la calle que entonces se llamaba “del Hospital de Nuestra Señora al tianguis de San Juan” –era el Hospital de la Purísima Concepción y Jesús Nazareno; hoy es República de El Salvador–, para incorporarla con el noviciado al resto del conjunto conventual.

 

Ese año, el virrey don Martín Enríquez otorgó a los agustinos el permiso de construcción de un arco, al nivel del primer piso “para atravesar cómodamente la calle sin bajar a ella”, según escribió Joaquín García Icazbalceta. Con ello, se convirtió en el primer y único pasadizo cubierto que tuvo Ciudad de México durante el Virreinato.

 

El gobernante condicionó la altura de la obra a dos picas de alto –apuntaría Romero de Terreros–, lo que representaba cerca de diez metros, altura suficiente para permitir el paso de la gente sobre la calle; sin embargo, esto no ocurrió así, pues en el arranque del arco, todavía visible en el muro del antiguo noviciado, existe una altura de cinco metros (una pica aproximadamente). Quizá en el punto más alto del arco, en la parte media de la calle, se elevaba alrededor de seis metros.

 

La estructura, probablemente de piedra careada, sostendría al pasadizo de madera con cuatro ventanas que posibilitaban iluminar su pasillo, permitiendo a la vez una vista privilegiada para los frailes e intimidad de la mirada externa.

 

La obra que se realizó fue notable y única en su tiempo. El pasadizo cubierto de San Agustín conectaba en tiempos virreinales al hoy desaparecido convento con el noviciado agustino sobre la vía que mudó su nombre por el de calle del Arco de San Agustín, o simplemente del Arco, a partir de la integración de este elemento arquitectónico al paisaje urbano.

 

Si bien la solución era satisfactoria para los agustinos, no lo fue para quienes habitaron el convento veintidós años después, ya que solicitaron nuevamente merced al virrey, entonces Gaspar de Zúñiga, conde de Monterrey, para apropiarse de la calle del Arco, toda vez que al ser “poco pasajera y que en el tiempo de las aguas se hace laguna de que resulta total daño y detrimento al templo e iglesia que tanto dinero ha costado a Su Majestad y tanto trabajo y continua diligencia en su fábrica y edificio a los padres antiguos pasados y presentes. Y a que en un extremo de la calle viene a parar en casas viles de indios y de poco valor y porque otro tuerce hacia una acequia y solar despoblado donde no se espera que jamás habrá edificio”.

 

Vecinos inconformes con el cierre de la calle escribieron al virrey para que se mantuviera tal como estaba, puesto que los agustinos ya tenían un pasadizo para comunicarse con su noviciado. El conflicto entre vecinos y convento se alargó por años, hasta que en diciembre de 1602 el espinoso tema llegó hasta el rey, quien tomó cartas en el asunto y, tras revisar el expediente, determinó que la Audiencia de México había actuado correctamente, ratificó la decisión de esta y negó el permiso a los frailes para cerrar la calle en junio de 1603, por lo que debían conformarse con el pasadizo que ya existía.

 

Bonancible en las borrascas

 

Más de cincuenta años pasaron desde que el pasadizo de San Agustín se había construido y la gente era testigo de su buena manufactura. De ello dejaría testimonio este verso de Pedro Marmolejo, incluido en su Loa sacramental en metaphora de las calles de México (1636):

 

No os acobarde el temor,

que en la tempestad pasada

la calle del Arco muestra

bonansibles las borrascas.

 

Así refiere la solidez de su construcción y hace memoria de “la tempestad pasada”, las lluvias torrenciales que del 21 al 22 de septiembre de 1629 terminaron por inundar Ciudad de México y la mantuvieron en ese estado durante cinco años, mientras que el pasadizo

 

El pasadizo en la cartografía histórica

 

No existe hasta el momento un plano arquitectónico o siquiera un boceto que muestre la construcción del pasadizo de San Agustín; sin embargo, los planos y mapas que se levantaron de Ciudad de México durante el periodo virreinal muestran la estructura volada.

 

El pasadizo parece mostrarse por vez primera, justo detrás de la iglesia de San Agustín, en el plano Forma y levantado de la Ciudad de México, de Juan Gómez de Trasmonte (1628); aunque, ciertamente, la perspectiva no ayuda mucho. Será en el Plano del conde de Moctezuma o La muy noble y leal Ciudad de México (1690), atribuido a Diego Correa, donde se mostrará con mayor claridad la presencia del pasadizo en arco del convento agustino.

 

Sin embargo, las mejores representaciones nos las ofrece el siglo XVIII. En el Plano de la Ciudad de México de 1720, levantado por Miguel Rivera y Antonio Álvarez, el alarife mayor de la ciudad, en él se observa su techo de terrado y el sostén en forma de arco. Le seguirá otro que muestra más detalles sobre sus acabados: el Plano de la Ciudad de México, firmado por Pedro de Arrieta en 1737. Allí se observa la estructura que sostiene al pasadizo con dos ventanas. Años más tarde (1753) sería levantado un plano seccionado de la capital novohispana: Cuartel Mayor No. 3, del que era encargado Antonio de Rojas Abreu. Aunque con un delineado más sencillo, el pasadizo sigue mostrando sus dos ventanas.

 

Es preciso regresar a 1750 porque el Plano de la Ciudad de México realizado en ese año por José Antonio de Villaseñor y Sánchez nos ofrece una nueva perspectiva del pasadizo de San Agustín que muestra su fachada con dos ventanas mirando al este, y que igualmente quedaron registradas en la Planta y descripción de la imperial Ciudad de México en la América, obra delineada por Carlos López y grabada por Diego Troncoso en 1760. Los planos posteriores a este año comienzan a proponer el pasadizo sin detalle alguno, al punto de solo verse como una extensión que une dos manzanas a través de un par de líneas.