Santiago, un santo polifacético

Antonio Rubial García

Iago, Iacopus, Jacobo, Jacques, James, Jaime, Diego son algunos de los nombres que recibió en Europa este santo que en castellano conocemos como Santiago, el único caso en el que se integró el título de santidad en su nombre.

 

En los Evangelios y en el libro Hechos de los Apóstoles hay continuas menciones a este discípulo de Jesús, hijo de Zebedeo y de Salomé, y se nos muestra como uno de los apóstoles más cercanos a Cristo. Este llamaba a Jacobo y a su hermano Juan, acaso por sus arrebatos de violencia, “los hijos del trueno”. Santiago se convirtió, junto con Pedro y Juan, en uno de los dirigentes de la primera comunidad cristiana de Jerusalén. En los Hechos de los Apóstoles se dice que murió decapitado por orden del rey de Judea Herodes Agripa, quien gobernó entre el año 41 y el 44.

Una tradición medieval surgida tardíamente relataba que Santiago había viajado al occidente, a los “confines del mundo”, y había misionado en Hispania, donde dejó a siete discípulos y fue testigo de la aparición, cuando aún vivía, de la Virgen María en un pilar en la ciudad de Zaragoza. En el siglo IX, el obispo gallego de Iria Flavia, Teodomiro, hizo público que en las colinas de Compostela (el campo de las estrellas) unas luces brillantes marcaron el sitio donde se encontraba la tumba del apóstol y sobre ella mandó construir una iglesia, favorecida por el rey de Asturias Alfonso II el Casto.

Pero con dicho “descubrimiento” surgía un problema: ¿cómo se podía explicar que el cuerpo de ese apóstol muerto en Palestina llegara hasta Galicia? En el siglo XII, el Codex Calixtinus señalaba que, en un barco de piedra guiado por los ángeles, los discípulos del apóstol Atanasio y Teodoro llevaron el cadáver a través del Mediterráneo hasta el finis terrae, el final de la tierra. Ahí, con grandes trabajos, cargaron el cuerpo junto con el arca de piedra que lo contenía y al pasar por el reino de una malvada reina llamada Lupa (loba), esta les ofreció ayuda, aunque su oscuro propósito era deshacerse de la reliquia. Para ello los mandó al Monte Ilicino y les dijo que ahí los esperaban dos bueyes que les ayudarían a jalar el carro que traía la pesada arca con el cuerpo santo y les servirían para acarrear los materiales necesarios en la construcción de un sepulcro digno.

Pero al llegar al monte los discípulos se encontraron con que los bueyes estaban en una cueva, la entrada del infierno, protegida por un dragón. Con la cruz que traían fulminaron a la satánica bestia y los bueyes, que resultaron ser unos toros muy bravos, se volvieron dóciles milagrosamente. Lupa, al conocer que su plan había fracasado, se hizo bautizar y ayudó en la construcción del sepulcro del apóstol. En la leyenda se insertaban antiguas tradiciones celtas que consideraban a los toros seres míticos asociados con divinidades de fertilidad y a la loba una representación femenina del dios Lug.

Este relato se estaba fijando en el siglo XII, cuando Compostela se había convertido en el segundo lugar de peregrinaje más importante de Europa, después de Roma. Con la afluencia de peregrinos llegaron cantidades de limosnas que permitieron rehacer el templo en cuyas obras, incluido el hermoso portal de la Gloria, se ocuparon ciento treinta y seis años (1075-1211), aunque la gran estructura barroca del siglo XVIII que hoy vemos cubrió esa antigua construcción.

Mientras se alzaba el suntuoso templo, los peregrinos que recorrían el camino comenzaron a asociarlo con la Vía Láctea, esa banda de millones de estrellas que atraviesa el firmamento terrestre y que, según la mitología griega, había sido producida por la leche derramada del pecho de la diosa Hera, esposa de Zeus, mientras amamantaba a Hércules. Con ello, otro mito antiguo se cristianizaba y convertía ese sendero de luz en una guía que Dios había puesto en el cielo para iluminar por las noches el camino de los peregrinos que iban al santuario de su apóstol.

En ese mismo siglo XII, a partir del ideario de cruzada en Tierra Santa (iniciada en la centuria anterior) y de los primeros avances reconquistadores en la península ibérica, Santiago retomó su carácter de “hijo del trueno” y se manifestó como un caballero que blandía su espada sobre los musulmanes, el Matamoros. En esa época debe registrarse el surgimiento de la leyenda sobre la batalla de Clavijo, supuestamente acaecida en 844 y registrada por primera vez en la crónica del arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada (escrita hacia 1243).

Según la narración, el rey Ramiro I de Asturias soñó a Santiago cabalgando sobre un corcel blanco y venciendo a los infieles. Al día siguiente, los ejércitos cristianos vieron al apóstol en la batalla tal como lo había soñado el rey y gracias a él consiguieron el triunfo. Desde entonces, fue constante la presencia del “caballero” Santiago en Castilla y en Portugal como guerrero celestial; las crónicas que reseñaron las batallas de la reconquista lo mencionan masacrando musulmanes en varias famosas batallas.

Esta fuerte presencia de Santiago en la reconquista explica su paso a América como parte del bagaje mental que traían los conquistadores extremeños y andaluces. Su presencia en la conquista de México queda demostrada por las continuas alusiones a sus apariciones en las batallas y en la fundación de la primera ermita erigida en su honor en Tlatelolco, dedicada al apóstol a quien se atribuyó el triunfo sobre los mexicas en la toma de Tenochtitlan. A los franciscanos se les adjudicó en 1535 dicho templo y junto a él fundaron el colegio para indios nobles. A principios del siglo XVII mandaron fabricar un relieve para el retablo mayor con un Santiago Mataindios cabalgando sobre un caballo de ojos azules y dirigiendo a las huestes españolas en la batalla.

Su patronazgo sobre el imperio español explica por qué muchas ciudades en América se pusieron bajo su protección: la Antigua Guatemala, Querétaro, Compostela en Jalisco, la capital de Chile y una importante ciudad en Cuba. Muchos pueblos indígenas lo tomaron también como patrono, pues era un poderoso dios que había vencido a las divinidades ancestrales y su caballo daba al jinete superioridad, virilidad, movilidad y sentido de poder y riqueza. Además, la conquista había mostrado que los “dioses” cristianos eran muy poderosos y algunos de ellos, como Santiago, se mostraban con atributos guerreros, por lo que convenía tenerlos contentos; el dios ajeno podía ser propiciado tanto para pedirle beneficios como para librarse de sus daños. La fiesta patronal de Santiago, el 25 de julio, se celebra aún hoy en muchos pueblos de América con danzas de moros y cristianos en las que el santo guerrero tiene un papel central.

Con el advenimiento de la modernidad, las peregrinaciones para llegar a la tumba del apóstol fueron cambiando y las contemporáneas rutas turísticas que hacen el camino de Santiago han incluido nuevas narrativas, insertadas ahora en los sincretismos esotéricos del mundo actual. Un santo en cuya leyenda se acumularon tradiciones celtas, griegas y cristianas, el apóstol de Cristo y el guerrero cruzado, es hasta hoy el generador de un camino donde ateos y creyentes hacen un viaje que los lleve a un conocimiento interior. En un recorrido cargado de emociones y de vivencias, de contactos con la naturaleza y con noches estrelladas, de añoranzas de un tiempo perdido, muchos buscan respuestas que den sentido a la ajetreada –y a veces insulsa– vida que llevamos hoy día quienes habitamos en las megalópolis de este mundo globalizado.

 

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Antonio Rubial García. Doctor en Historia de México por la UNAM y en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla (España). Se ha especializado en historia social y cultural de la Nueva España (siglos XVI y XVII), así como en cultura en la Edad Media. Entre sus publicaciones destacan: La Justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo (Ediciones de Educación y Cultura/Trama Editorial, 2011); El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804) (FCE/UNAM, 2010); Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana (Taurus, 2005); La santidad controvertida (FCE/UNAM, 1999); y La plaza, el palacio y el convento. La Ciudad de México en el siglo XVII (Conaculta, 1998).

 

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