Un día, en los últimos años del siglo XIII, unos mercaderes de Gante llegaron a comerciar a Lucca, una ciudad marítima italiana a orillas del mar Tirreno. Recién llegados, y como era costumbre, los comerciantes locales llevaron a los fuereños al templo del Santo Rostro, donde se veneraba una imagen bizantina de Cristo en la cruz. La escultura portaba en la cabeza una corona dorada y llevaba el cuerpo cubierto por un gran faldón.
En un incipiente latín mezclado con flamenco, los ganteses preguntaron sobre la advocación del santo representada en esa imagen, la cual no reconocían, pues se habían acostumbrado a un Cristo semidesnudo clavado en la cruz. Los lucanos, en su media lengua, entre latín, italiano y francés, les respondieron que era el Santo Volto y hablaron de la Virgene, la sua madre, quien con extraordinaria fortezza había sufrido la muerte de su hijo.
Los ganteses regresaron a su ciudad y describieron la imagen insólita a la que llamaron en un latín germanizado Wilgefortis (la virgen fuerte) y en alto alemán Hilge Vartez (santo rostro). La describieron como una mujer bien formada, con firmes pechos, vestida con un largo traje talar, clavada en una cruz y con una hermosa corona de reina. Lo que más llamaba la atención era su barba y con esa peculiar descripción mandaron a un escultor que les hiciera una imagen para un altar en la catedral de su ciudad. La extraña figura despertó gran interés y todos comenzaron a preguntarse sobre su vida.
Algún clérigo señaló que debió haber nacido de un parto múltiple con otras ocho hermanas, pues el nueve era el número tres veces perfecto. Cuando la noticia de la nueva santa llegó a la vecina ciudad de Brujas, alguien agregó que, como Santa Liduvina de Schiedam, Wilgefortis era reina y su padre, un rey pagano, la había comprometido a casarse; ella, por cuidar su castidad, pidió a Dios la volviera fea para librarla de un matrimonio pagano. En respuesta a sus súplicas, comenzó a salirle durante la noche una abundante barba, como a un hombre. Un tercer clérigo en Lieja agregó que, como sucedió con santa Catalina de Alejandría, su padre la mandó matar acusándola de brujería y, como era cristiana, la crucificó.
Los peregrinos de toda Europa que pasaban por Gante se llevaron en su mente la imagen y su historia. En cientos de iglesias, desde Alemania y Bohemia hasta España y Portugal, se comenzó a venerar a la santa barbuda. Incluso varios dijeron poseer uno de los pelos de su barba como reliquia. En los territorios latinos, la dificultad de la pronunciación germánica de Wilgefortis los llevó a llamarla Liberata, pues se había librado de un matrimonio infeliz. En la lista de reliquias que posee la catedral de México se hace constar una de Santa Liberata. Con una sorprendente premonición de siete siglos, Wilgefortis-Liberata se convertía en la primera imagen del transgénero en la cultura de Occidente y en la primera narración sobre la “liberación femenina” del yugo patriarcal.
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Antonio Rubial. Doctor en Historia de México por la UNAM y en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla (España). Se ha especializado en historia social y cultural de la Nueva España (siglos XVI y XVII), así como en cultura en la Edad Media. Entre sus publicaciones destacan: La Justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo; El paraíso de los elegidos; Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804); Monjas, cortesanos y plebeyos; La vida cotidiana en la época de sor Juana, entre otros más.
Santa Liberata