La muerte de los llamados niños mártires fue utilizada para impulsar la cristiandad en Nueva España, pues se basaba en un relato que podía llegar al corazón de aquellos que se horrorizaban con tal infanticidio.
Acxotécatl, señor de Atlihuetzia en Tlaxcala, enardecido por los efectos del alcohol e instigado por una de sus esposas y por varios “vasallos”, golpea a su hijo Cristóbal brutalmente con un garrote y después lo arroja al fuego. Toda la escena se explica porque el pequeño, inspirado por las enseñanzas de los franciscanos con los que se educa, había destruido los ídolos que su padre guardaba celosamente y había derramado, además, su pulque.
Un par de años después, otros dos niños, el noble Antonio (nieto del gran Xicoténcatl) y su sirviente Juan, educados en el convento de los mismos franciscanos de Tlaxcala, son muertos a palos en el pueblo de Cuauhtinchan por unos esbirros mandados por el cacique del pueblo. De nuevo, la causa de su muerte se debió a que, por orden del dominico fray Bernardino Minaya, descubrieron y destrozaron ídolos.
Tan terribles escenas fueron narradas por fray Toribio de Benavente, Motolinía, en su Historia de los indios de la Nueva España. En ella, el autor introduce largos diálogos entre víctimas y victimarios, entre frailes y niños; da los pormenores de las distintas versiones que se conocían del hecho; describe cómo se descubrieron los crímenes y la suerte que corrieron los asesinos: todos fueron ahorcados como escarmiento por sus idolatrías y homicidios.
Ambas narraciones, aunque responden a hechos históricos acontecidos entre 1527 y 1529, están construidas con base en el modelo hagiográfico medieval sobre el martirio, en especial sobre el de los Santos Inocentes, el de los infantes mártires romanos, y a partir de las narraciones que desde el siglo XIII reseñaban los “martirios” de niños a manos de “perversos” judíos (ver los números 151 y 157 de Relatos e Historias). En todos esos casos, resaltar el tema de la inocencia era fundamental, pues servía como contraste retórico a la perversa maldad de sus verdugos. Sobre ese personaje antagónico recaía el carácter moralizante de la narración. Con sus rasgos “idolátricos” y “demoníacos” se definían las fobias y exclusiones de esas sociedades y se remarcaba el tema de la lucha histórica del bien contra el mal. Aunque se ponía de manifiesto el poder de las fuerzas demoníacas, también se asentaba que, con su muerte, los niños mártires habían triunfado sobre sus verdugos y mostraban el triunfo final del bien.
Al incluir la historia de los niños mártires de Tlaxcala en su obra, Motolinía perseguía dos objetivos: el primero, mostrar los frutos que los franciscanos habían conseguido con su labor misional y lo aventajados que estaban en la fe los nativos del nuevo continente; segundo, promover la denuncia de idolatrías, que en Nueva España eran el sustituto retórico de las herejías.
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Antonio Rubial García. Doctor en Historia de México por la UNAM y en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla (España). Se ha especializado en historia social y cultural de la Nueva España (siglos XVI y XVII), así como en cultura en la Edad Media. Entre sus publicaciones destacan: La Justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo (Ediciones de Educación y Cultura/Trama Editorial, 2011); El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804) (FCE/UNAM, 2010); Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana (Taurus, 2005); La santidad controvertida (FCE/UNAM, 1999); y La plaza, el palacio y el convento. La Ciudad de México en el siglo XVII (Conaculta, 1998).
Niños mártires de Tlaxcala