Mariana Rodríguez del Toro y la conspiración de 1811

Gerardo Díaz

Los relatos patrióticos que retratan las tertulias de las conspiraciones independentistas en Nueva España también tienen sus contrapartes en aquellas casas de abolengo cuyas reuniones terminaban en pláticas respecto a cómo castigar a todos aquellos traidores a la Corona española.

 

Entre loas al rey, tazas de chocolate y la queja amarga sobre la servidumbre, en la Ciudad de México eran constantes esas charlas. Pero una en particular se disfrutó sobremanera. El 8 de abril de 1811, en plena Semana Santa, se percibió inesperadamente un sonido atronador. El repique de campanas, cañonazos y gritos en la calle alarmó a todos en sus hogares. Pero no, no se trataba de una turba insurgente; todo lo contrario: el gobierno virreinal anunció frenético que el cura Miguel Hidalgo y sus huestes se encontraban presos en espera de su castigo.

Entre abrazos, descorche de vino y algún baile improvisado, los detractores de los rebeldes festejaron como nunca. En la casa de doña Mariana Rodríguez del Toro, en cambio, el ambiente se volvió gris. Las sonrisas desaparecieron. Con ella se encontraban varios personajes a favor del movimiento insurgente, aunque no eran de armas tomar. Eran de aquellos que hubiesen querido unirse a la guerra, pero por diversas razones no lo hicieron. Por temor, en la mayoría de los casos.

Se dice que, ante aquellas miradas vacías, doña Mariana los encaró y preguntó si habían sido capturados los únicos hombres dignos. También habría afirmado que el arresto del virrey Francisco Xavier Venegas era plausible, incluso su asesinato, si se llegara a necesitar.

Al calor de las velas se fraguó un plan contra el virrey. Amigos íntimos, hombres de confianza y militares dispuestos a esta traición fueron contactados. De a poco, doña Mariana se entrevistó con más personas y se volvió la voz que todos querían escuchar.

El plan estaba a punto de ejecutarse. Sin embargo, en un giro clásico de todo relato trágico, el fallo inverosímil llegó. Uno de los partícipes, temiendo morir en el golpe, acudió a su iglesia más próxima para confesarse y dejar las cosas en paz con Dios. Al terminar, el párroco lo denunció. Poco le importó violar el secreto de confesión. Más adelante exculparía sus pecados ante otro sacerdote.

Doña Mariana terminó presa. Fue liberada hasta 1820 y murió al siguiente año. Alguna calle en México tiene su nombre. Pocos saben por qué.

 

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