Leona Vicario y su lucha por la independencia de las mujeres

Ricardo Cruz García

En 1831, Lucas Alamán, ministro de Relaciones Interiores y Exteriores del gobierno de Anastasio Bustamante, acusó a Leona de haberse unido a los rebeldes más por un heroísmo romancesco que por patriotismo, es decir, más por una cuestión amorosa o por seguir a Quintana Roo que por una convicción política o ideológica propia. La respuesta de Leona no se hizo esperar y la publicó por medio de una carta que constituye la primera defensa pública de una mexicana de la libertad e independencia de acción y de pensamiento de la mujer.

 

Una “negra haraposa” monta un burro en busca de su libertad. Ya ha escapado de su cárcel en el Colegio de Belén de las Mochas y, después de unos días escondida entre las calles y barrios de Ciudad de México, ahora, junto a unos arrieros y otras mujeres, se dirige al sur de la capital para huir y continuar la lucha insurgente desde un lugar más seguro.

Es abril de 1813 y Nueva España arde luego de más de treinta meses de guerra de independencia. La negra haraposa es Leona Vicario, que acaba de cumplir veinticuatro años y va disfrazada para evitar ser aprehendida de nuevo por las autoridades virreinales que la buscan sin descanso. Los arrieros y las otras mujeres que van con el hatajo de burros en realidad son rebeldes que apoyan a Leona y no cejan en combatir al virreinato. Al final, todos logran escapar de Ciudad de México con el objetivo de dirigirse a Oaxaca, territorio dominado por las fuerzas de José María Morelos.

Nacida en 1789 en Ciudad de México, Leona Vicario Fernández de San Salvador recibió una esmerada educación que animó su carácter curioso y avivó su inteligencia. Lectora vehemente y de amplia cultura, en 1806, a los diecisiete años, quedó huérfana y heredó una importante fortuna familiar. Para 1808, las aguas se agitaron a ambos lados del Atlántico: el emperador francés Napoleón Bonaparte invadió España y en estas tierras el virrey José de Iturrigaray fue depuesto, mientras en Ciudad de México nuestra protagonista conocía a Andrés Quintana Roo.

Tras el estallido del movimiento armado en 1810, Leona se unió a la rebelión y dispuso de buena parte de su fortuna para apoyar la causa independentista. Su labor fue fundamental para el desarrollo de la revolución, pues además de proporcionar ropa, medicinas y armas para las tropas, se encargaba de facilitar y asegurar parte importante de la correspondencia entre los insurgentes y sus familiares, con la ardua misión de que la comunicación fluyera y las cartas no fueran interceptadas por las autoridades.

En 1813, justamente la aprehensión de un correo o mensajero que llevaba correspondencia a los insurgentes provocó la detención de Leona, quien fue acusada de infidencia. Durante su juicio, no reveló ningún nombre o información que pudiera comprometer al movimiento o a sus miembros, a pesar de las ofertas para salvarla si confesaba. El juez la declaró en formal prisión y fue recluida en el Colegio de Belén, de donde escaparía poco después.

A fines de ese mismo año, después de llegar a Oaxaca como prófuga, Leona continuó luchando al lado de los insurgentes, aunque ahora la acompañaba Quintana Roo. En ese tiempo se casaron, mientras seguían respaldando a Morelos y al Congreso de Chilpancingo, que nombró benemérita a Vicario debido a su apoyo a la causa de la independencia. Con el declive del movimiento rebelde, Leona y Quintana Roo anduvieron a salto de mata para huir de sus perseguidores. La pareja sobrevivió casi en la miseria hasta 1820, cuando se le permitió volver a Ciudad de México para intentar rehacer su vida.

Tras el triunfo independentista en 1821, nuestra protagonista se alejó de la escena pública. Pese a ello, la antigua insurgente era con frecuencia insultada y menospreciada en la prensa de la época. El caso más sonado fue el de 1831, cuando Lucas Alamán, ministro de Relaciones Interiores y Exteriores del gobierno de Anastasio Bustamante, la acusó de haberse unido a los rebeldes más por un heroísmo romancesco que por patriotismo, es decir, más por una cuestión amorosa o por seguir a Quintana Roo que por una convicción política o ideológica propia.

 

La respuesta de Leona no se hizo esperar y la publicó por medio de una carta que constituye la primera defensa pública de una mexicana de la libertad e independencia de acción y de pensamiento de la mujer: “Confiese U. Sr. Alamán, que no solo el amor esel móvil de las acciones de las mujeres; que ellas son capaces de todos los entusiasmos, y que los deseos de la gloria y de la libertad de la patria, no les son unos sentimientos extraños; […] mis acciones y opiniones han sido siempre muy libres, nadie ha influido absolutamente en ellas, y en este punto he obrado siempre con total independencia, y sin atender a las opiniones que han tenido las personas que he estimado. Me persuado que así serán todas las mujeres, exceptuando a las muy estúpidas, o a las que por efecto de su educación hayan contraído un hábito servil. De ambas clases también hay muchísimos hombres”.

 

Leona murió en 1842 y hoy sus restos reposan en la Columna de la Independencia de Ciudad de México.

 

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