La llegada de Juárez a Ciudad de México en 1867 representó el regreso a la legalidad republicana. Poco tiempo después, el partido liberal se fragmentaría.
La entrada triunfal a Ciudad de México fue gloriosa. Haber vencido al ejército invasor francés y al imperio de Maximiliano no era para menos. Flores y ramilletes caían de los balcones de las casas de la capital por donde desfilaba, luciendo su austero y solemne traje negro, el hijo predilecto de Guelatao, Benito Juárez. Montones de gente se aglomeraban por las calles en medio de los rotundos coros de vivas. Aquel 15 de julio de 1867 marcaba el fin de una época, pero también el comienzo de un periodo lleno de conflictos civiles y levantamientos militares en el que el bando liberal que había salido victorioso de la dura guerra se dividió y enfrentó entre sí por disputas políticas y ambiciones de poder. Una etapa conocida como la República Restaurada, la cual va de 1867 a 1876 y termina con el ascenso del general Porfirio Díaz a la presidencia del país.
Ese 15 de julio se ha grabado en la memoria por el famoso discurso en el que Juárez cinceló la frase de bronce: “Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”. Pero también externó una idea que retumbó en los oídos de muchos: “Con el único fin de sostener la causa del pueblo durante la guerra, mientras no podía elegir a sus mandatarios, he debido, conforme al espíritu de la Constitución, conservar el poder que me había conferido. Terminada ya la lucha, mi deber es convocar desde luego al pueblo, para que sin ninguna presión de la fuerza y sin ninguna influencia ilegítima, elija con absoluta libertad a quien quiera confiar sus destinos”.
Para entonces, don Benito llevaba ya casi diez años ocupando el cargo presidencial; en ese lapso, los miembros de la facción liberal aceptaron, unos con convicción y otros con resignación –como el general Jesús González Ortega, quien le disputó el cargo en ese tiempo–, que Juárez se mantuviera al frente, pero tras el triunfo republicano empezaron a surgir los conflictos.
En ese mismo julio, don Benito dispuso el licenciamiento de la mayoría de las tropas del ejército liberal, que pasó de 60 000 hombres (algunos calculan que alcanzaban los 80 000) a solo 20 000. Asimismo, dispuso que se formaran cinco divisiones: la de Oriente, bajo el mando de Porfirio Díaz; la de Occidente, con Ramón Corona al frente; la del norte, con Mariano Escobedo a la cabeza; la del Sur, con el antiguo insurgente Juan Álvarez –quien falleció poco después–, y la del Valle, con Nicolás de Régules. Los jefes militares más destacados durante la invasión francesa estaban allí.
Mientras que personajes como Francisco Zarco pedían a Juárez que se mantuviera en el poder, otros liberales se mostraban impacientes por “salir de la dictadura”. Los que se batieron en las guerras de Reforma y contra los franceses ahora pedían hacer efectiva la Constitución del 57, suspender las facultades extraordinarias con que seguía investido el presidente y convocar a elecciones a la brevedad. En el periódico El Siglo XIX se comentaba: “Pasadas las circunstancias que crearon el poder discrecional, debe acabar éste”, al tiempo que se pedía que el gobierno emitiera la convocatoria para que la “nación elija a sus mandatarios” y se restaurara el orden constitucional.
La convocatoria para elecciones llegó el 14 agosto siguiente. Pero algo en ella llamó la atención: el gobierno juarista incluyó la propuesta de que los ciudadanos también expresaran, a manera de plebiscito, su voluntad respecto a que el próximo Congreso de la Unión pudiera reformar la Constitución, sin necesidad de observar los requisitos establecidos en ella, así como sobre otras medidas para otorgar mayor poder al Ejecutivo, hasta entonces supeditado al Legislativo. Legisladores, la mayoría de la prensa e incluso algunos gobernadores reaccionaron de manera enérgica en contra de dicha propuesta que pasaba por encima de la ley, por lo que en diciembre Juárez desistió en su intento.
Sin embargo, para entonces ya había nacido un partido antijuarista –llamado en ocasiones Constitucionalista y otras veces Progresista– que tenía en la figura del general Díaz a su gallo presidencial y que representó el principal grupo opositor en el cuerpo legislativo.
El México de aquellos años aún vivía bajo la sombra de los levantamientos militares que lo habían caracterizado desde sus inicios como nación independiente, a lo que se sumaba el bandidaje que asolaba los caminos y pueblos del país, aparte de la fuerza de los poderes y cacicazgos regionales que defendían intereses distintos y se resistían a someterse a la autoridad central. En contraste con la pretendida pacificación y la consolidación de una República democrática y unida, este periodo presidencial juarista vio surgir numerosos alzamientos liberales en diversas entidades del país.
Así llegaba México a las últimas semanas de 1870, cuando Juárez anunció que se postularía nuevamente como presidente a las elecciones del año siguiente, a sabiendas de que la Constitución no contemplaba ninguna restricción al respecto. Esa decisión provocó no solo la ruptura con su hombre más cercano, Sebastián Lerdo de Tejada –quien se postuló como su rival en los comicios–, sino que, desde inicios de 1871, Porfirio y Félix Díaz, en Oaxaca, comenzaran a conspirar junto con otros jefes militares regionales contra la reelección juarista, lo que al final se manifestaría como la rebelión de La Noria que estalló en noviembre. Antes de que este alzamiento lograra su objetivo, la muerte de Juárez, en julio de 1872, le restó toda razón de ser, lo que evitó que Porfirio Díaz llegara al poder; sin embargo, el general oaxaqueño lo intentaría de nuevo en 1876, ahora contra la reelección de Lerdo de Tejada, mediante la revolución de Tuxtepec que, ahora sí, le permitiría hacerse de la silla presidencial, con lo que terminó la época de los pronunciamientos y alzamientos militares del siglo XIX e inició el periodo del Porfiriato.
Ireneo, el revolucionario
En este contexto, Ireneo Paz Flores vive su etapa más intensa como revolucionario, siempre en contra de Juárez y siempre como fiel soldado del porfirismo. El escritor, editor y periodista apenas pasaba los treinta años (había nacido en 1836) y se veía como un joven ardoroso y lleno de ambición de gloria. Después de combatir con las armas y la pluma en la guerra contra los extranjeros, la República Restaurada y el regreso de los pronunciamientos militares representaron para él una oportunidad de oro para encauzar sus ansias de revoltoso, de conspirador y de intelectual al servicio de una causa política.
En las elecciones de 1867 también hubo disputas regionales. En Sinaloa, después de la invasión francesa el poder había quedado a cargo del general Domingo Rubí (apoyado por Ramón Corona, quien tenía una fuerte influencia en el occidente del país), en cuya administración Paz fungía como secretario de Gobierno. Rubí se postuló de nuevo al cargo, pero Ireneo no estuvo de acuerdo con ello y se convirtió en uno de los líderes que encabezaron el movimiento opositor y que luego iniciaron una rebelión.
Tras renunciar a su cargo en el gobierno estatal, Paz fundó desde Mazatlán los periódicos La Palanca de Occidente, El Diablillo Colorado y El Boletín Popular, que tuvieron el objetivo de defender el voto libre e impulsar las candidaturas del general Porfirio Díaz a la presidencia y del general Ángel Martínez a la gubernatura sinaloense.
Luego de que Rubí fuera nombrado gobernador, estalló la revolución con el fin de derrocarlo. Allí, si bien Paz no colaboró militarmente, fue de los instigadores y apoyó a los rebeldes por medio de la prensa. El movimiento al final fracasó, mientras que Ireneo, quien contaba con una orden de aprehensión, huyó de Mazatlán con rumbo a Ciudad de México para presentarse ante el presidente Juárez. Allí, antes de entrevistarse con el mandatario, fue encarcelado. Desde febrero de 1869, en la prisión dio vida a una de sus obras periodísticas más célebres: El Padre Cobos, un bisemanario satírico, antijuarista y luego antilerdista que en sus inicios salía de la imprenta de Vicente García Torres, el mismo que publicaba el reconocido diario liberal El Monitor Republicano.
Pese a que Ireneo redactaba de manera anónima El Padre Cobos (cuyo subtítulo era Periódico alegre, campechano y amante de decir indirectas… aunque sean directas), fue descubierto y, a cambio de dejar de publicarlo, salió de la cárcel en agosto siguiente. Libre de nuevo, no dejó de conspirar o de manifestar su inconformidad ante Juárez y reprochar la falta de libertad de imprenta, al grado de que en diciembre de 1869, junto con algunos de los que se habían alzado en Sinaloa, de Occidente, El Diablillo Colorado y El Boletín Popular, que tuvieron el objetivo de defender el voto libre e impulsar las candidaturas del general Porfirio Díaz a la presidencia y del general Ángel Martínez a la gubernatura sinaloense. Luego de que Rubí fuera nombrado gobernador, estalló la revolución con el fin de derrocarlo. Allí, si bien Paz no colaboró militarmente, fue de los instigadores y apoyó a los rebeldes por medio de la prensa. El movimiento al final fracasó, mientras que Ireneo, quien contaba con una orden de aprehensión, huyó de Mazatlán con rumbo a Ciudad de México para presentarse ante el presidente Juárez. Allí, antes de entrevistarse con el mandatario, fue encarcelado. Desde febrero de 1869, en la prisión dio vida a una de sus obras periodísticas más célebres: El Padre Cobos, un volvió a organizar una revuelta, ahora desde San Luis Potosí y respaldando la candidatura a gobernador del general Francisco Aguirre. Esta rebelión local se volvió regional cuando se agregó el apoyo del general García de la Cadena desde Zacatecas, y luego nacional al sumar a otros jefes militares de otras entidades del centro-occidente del país, en especial después de que los pronunciados desconocieran al gobierno federal.
Al final, las tropas juaristas al mando de los generales Sóstenes Rocha, Mariano Escobedo y Donato Guerra lograron desactivar el alzamiento y apresar a muchos de los implicados, incluido el propio Ireneo, quien en junio de 1870 fue llevado a la cárcel, pero logró huir y llegó a Texas, Estados Unidos, en octubre siguiente. Un par de meses después, gracias a la amnistía del presidente Juárez, regresó a Ciudad de México, donde lo esperaban su esposa Rosa Solórzano y sus hijos Amalia y Arturo (todavía no nacía Octavio, quien sería el padre del poeta que en 1990 obtuvo el Nobel de Literatura).
En la capital, emprendió la segunda época de El Padre Cobos a partir del primer día de 1871, además de colaborar en la redacción de El Mensajero. Ambas publicaciones destacaron por su antijuarismo y el segundo fue de los que impulsó la rebelión de La Noria contra la reelección presidencial de don Benito, encabezada por el general Porfirio Díaz en noviembre de ese año. Para entonces, Paz se hallaba en el norte del país, ahora como secretario y jefe del Estado Mayor del gobernador de Nuevo León, general Gerónimo Treviño, quien si bien antes no había apoyado los alzamientos contra Juárez, ahora también se había pasado del bando de los rebeldes.
La muerte de Juárez en julio de 1872 implicó el fin de la revolución de La Noria. Lerdo de Tejada ocupó el poder de manera interina y decretó una amnistía para los antiguos rebeldes. De esta forma, Ireneo regresó a Ciudad de México e inició la tercera época de El Padre Cobos en enero de 1873. De la mano de caricaturistas como Jesús Alamilla, el bisemanario satírico continuó con su crítica al lerdismo y, a partir de junio de 1874, empezó a imprimirse en la Tipografía del Padre Cobos. Allí más tarde se editarían otros periódicos opositores al gobierno, como El Ahuizote, El Sufragio Libre y El Combate.
En enero de 1876, El Padre Cobos dio a conocer en sus páginas el Plan de Tuxtepec, de la autoría del propio Paz y con el que dio inicio la nueva rebelión liderada por el general Díaz, ahora en contra de la pretendida reelección presidencial de Lerdo de Tejada. A causa de la publicación del documento tuxtepecano, Ireneo fue encarcelado y luego exiliado a La Habana. De allí pasó a Brownsville, Texas, donde se hizo cargo del periódico El Progreso.
Con el triunfo de la rebelión de Tuxtepec, Díaz finalmente obtuvo el poder, mientras Ireneo regresó a Ciudad de México a finales de ese 1876, con lo que, como bien ha señalado la historiadora Antonia Pi-Suñer, terminó su etapa de revolucionario. Ahora iniciaba su época de porfirista con el caudillo en el poder, al que, con algunas excepciones, apoyaría casi incondicionalmente hasta el estallido de la revolución maderista.