La otra virgen morena

Presencia en Nueva España de un emblema del pueblo vasco

Yolanda Yépez

En el bellísimo Colegio de Vizcaínas de la Ciudad de México se resguarda un importante acervo histórico y artístico, en el cual podemos encontrar gran cantidad de interesantes obras de tipo religioso que provienen de la suprimida cofradía de Nuestra Señora de Aránzazu, de los colegios de niñas de San Miguel de Belén y de Nuestra Señora de la Caridad.

 

Allí se hallan pinturas, esculturas y diversos objetos, entre los que se encuentra un fascinante cuadro del artista novohispano Cristóbal de Villalpando, en el que justamente representó a la Virgen de Aránzazu, patrona de los vascos e importante símbolo de esta comunidad, cuyos miembros trajeron su culto a estas tierras al establecerse en Nueva España.

El origen de su devoción

Durante la Edad Media, en Europa surgió un tipo de imagen novedoso que se consideraba aparecía de forma prodigiosa y se relacionaba con la acción divina; se le conoció como acheiropoietai, es decir, no fabricada por mano humana. Estas imágenes podían presentarse milagrosamente ante los ojos de un pastor pobre, atribuyéndoseles poderes divinos. Se pensaba que habían sido creadas por Cristo mismo o por la Virgen y cumplían la función de reliquia; además, contaban con la cualidad de albergar a la divinidad y no solo representarla.

Así ocurrió con la Virgen de Aránzazu, escultura de 36 centímetros que fue encontrada, entre espinos, por un pastor alrededor de 1469. El Compendio historial de Esteban de Garibay (libro XVII, cap. 25), publicado en Amberes en 1571, así da la noticia:

“En este año de mil cuatrocientos y sesenta y nueve, uno más o menos, un mozo que guardaba ganado, llamado Rodrigo de Balzátegui, hijo de la casa de Balzátegui, de la vecindad de Uribarri, jurisdicción de la dicha villa de Oñate, guardando las cabras de su casa, en las faldas de la dicha montaña de Aloña, un día sábado, que es dedicado a la Virgen María, descendió por sus vertientes abajo, guiado por la mano de Dios, a lo que piadosamente se debe creer.

Cuya inmensa majestad, siendo servido que en adelante fuese en aquel desierto perpetuamente loado y ensalzado su nombre, y el de la Reina de los Ángeles, madre suya y protectora nuestra, siendo de los fieles cristianos de diversas partes de aquel lugar visitado y reverenciado, permitió que a este mozo pastor se le apareciese en aquel profundo, sobre una espina verde, una devota imagen de la Virgen María, de pequeña proporción, con la figura de su Hijo en los brazos, y una campana, a manera de gran cencerro al lado. Esto sucedería en tiempo de verano, pues a tal lugar, ajeno de pastos de invierno, llevaba su ganado.”

Este suceso tuvo lugar en los Pirineos, en la colindancia de tres provincias vascas: Guipúzcoa, Álava y Vizcaya. Según la tradición, su aparición acabó con las disputas de los vecinos de los pueblos cercanos y además trajo el agua en momentos de sequía. La Virgen prestó auxilio a los pobladores en su percance, pero no sin que las autoridades se presentaran ante ella para mostrarle su respeto y sumisión en el sitio donde fue encontrada.

Al volver al poblado, los habitantes vieron con alegría que empezaba a llover. Los pobladores llevaron a la Virgen a la iglesia del lugar, ya que no les pareció conveniente dejarla en medio de la serranía. Pero sucedió lo que ha pasado con otras imágenes de este tipo: a ella no le gustó el lugar donde la depositaron y regresó al sitio en el que fue hallada (esto también aconteció con la Virgen de los Remedios en Nueva España, que deseaba que se le conservara en un lugar que le fuera consagrado). Al final se construyó un templo para la Virgen en el sitio del milagro, en las montañas de Aránzazu.

La Virgen, labrada en piedra, es una imagen sedente que corresponde, por sus características, a la tipología de vírgenes con niño, denominadas en el País Vasco “Andra Mari”, que había que situar en el periodo tardorrománico (o de transición), en el siglo XIII, o según algunos historiadores, entre los siglos XIV y XV, cuando ya predominaba el estilo gótico. Representa a la madre coronada con una esfera que simboliza al mundo en una mano, y con la otra sostiene al Niño Jesús desnudo. Ambos muestran en su rostro gran serenidad, con una tenue sonrisa y una mirada vívida. La imagen bien podría haber sido retocada en periodos posteriores, o más cerca de nuestros días, según la opinión de varios especialistas en la materia.

Símbolo de la nación vasca

Según la historiadora Ana de Zaballa Beascoechea, antes de la llegada de los españoles a América, las provincias vascongadas enfrentaban una catastrófica disputa entre los bandos que buscaban el poder, la cual logró aplacarse solo con la aparición de la Virgen de Aránzazu. Este suceso confirió a la imagen un gran poder de convocatoria, convirtiéndose así en el símbolo por antonomasia de la unión de la nación vascongada en todo el mundo. Su devoción e impacto fue tan grande que muy pronto su culto se transformó en el principal elemento que estimularía la adhesión, hermandad y asistencialismo entre los vascos asentados dentro y fuera de la península ibérica. Al aparecerse en las montañas en un punto común a toda la comarca, la Virgen se convirtió en un símbolo de la nación vasca en su conjunto. Por esto se dice que la Virgen se había negado a permanecer en la ermita en Oñate, pues quería ser una imagen distintivamente vasca.

Pero también era importante por otra razón: apareció solo veintitrés años antes de la caída de Granada en 1492. Arraigadamente independientes, los vascos finalmente accedieron al dominio de la Corona unificada de Aragón y Castilla, pero solo después de que la reina Isabel fuera en persona a garantizarles sus derechos y privilegios en el legendario árbol de Guernica. Como resultado, la nación vasca pudo conservar su autonomía política y además quedó exenta del pago de tributo, aunque compartió los beneficios castellanos.

Los vascos sostenían que su independencia era un hecho históricamente importante por su distinguido pasado libre del dominio extranjero, que sí había sufrido el resto de la península. Esta independencia tenía, además, el significado especial de pureza de sangre que fue marca de eminencia en la España de la Reconquista. Más aún, la nación vasca había resistido la invasión extranjera sobre todo para evitar la humillación de aceptar creencias ajenas al cristianismo.

Los vascos, entonces, eran cristianos viejos y leales. La Virgen de Aránzazu se convirtió tanto en un tributo como en una aceptación de esta eminencia, la cual les otorgó hidalguía, pero también definió ideales de unidad, patriotismo y cristiandad como virtudes de la población vasca.

Su llegada a nueva españa

La comunidad vasca tomó como emblema a la Virgen de Aránzazu para diferenciarse de otros grupos llegados a América provenientes, como ellos, de la península ibérica. Los vascos cobraron gran importancia política, económica, social y cultural, y la Virgen fue el ícono que les sirvió como baluarte para conformar y afianzar sus lazos de hermandad y solidaridad, así como para establecer una red poderosa de relaciones económicas, gracias a la cual ganaron un puesto medular en la sociedad novohispana.

La cofradía de Nuestra Señora de Aránzazu se estableció en 1671 en Nueva España. Este grupo contaba con una notable presencia en la sociedad y, como la mayor parte de sus miembros se dedicaba al comercio, tuvo un aspecto mercantil desde su fundación. Asimismo, se construyó un templo dentro del enorme convento de San Francisco de la Ciudad de México para el culto de la Virgen de Aránzazu, y posteriormente se edificó una capilla esplendorosa en el atrio del mismo recinto.

A finales del siglo XVII, la cofradía funcionaba con toda independencia de la Corona española y sin licencia eclesiástica. Esto provocó que en 1696 el vicario general de México, Antonio de Anunziai y Anaya, acusara a la cofradía de ser una amenaza a la autoridad eclesiástica, ya que funcionaba con autonomía y con sus propias constituciones y reuniones. Esta situación le pareció intolerable al vicario y exigió que se excomulgara a sus miembros, pues podría sentar un mal precedente y promover la desobediencia a la autoridad religiosa.

El fiscal eclesiástico Andrés Moreno Bala intervino y logró calmar los ánimos señalando la importancia de las cofradías y la devoción que mostraban sus integrantes. El asunto llegó a buen fin y, puesto que la cofradía se había conformado sin la autorización eclesiástica, se excomulgó a su secretario y se aprobó la fundación de la agrupación. De esta manera, ambas partes protegieron sus privilegios.

 

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