Las hermanas Romero cayeron finalmente en las cárceles inquisitoriales el 9 de septiembre de 1649. Josefa y María tenían entonces veintinueve años, Nicolasa veintitrés y Teresa recién había cumplido los dieciocho.
Las hermanas Josefa y Teresa Romero, a quienes los vecinos comenzaron a llamar con el apelativo de “las santitas”, muy pronto se rodearon de seguidores atraídos por su fama y por el aval de algunos sacerdotes que las rodeaban. Al principio lo común era que ellas fueran invitadas a las casas de sus benefactores, que hacían tertulias para presentarlas ante la sociedad. En esas reuniones “las santitas” entraban en rapto, traían ante la concurrencia a las almas del purgatorio y pedían a Cristo la solución de sus necesidades. Con la información que les proporcionaban sus vecinos, armaban historias muy creíbles y poco a poco, una vez que lograron una cierta fama en el barrio, comenzaron a recibir en su casa y a realizar sus actuaciones en sus alcobas.
De las cuatro hermanas, sin embargo, solo Josefa logró formar un grupo de seguidores consistente y para ello utilizó un método sumamente novedoso para atraerse la atención de los más destacados personajes que llegaban a su casa. De tres en tres días, Josefa elegía a cada uno de sus “celadores” mandando que les fuese avisada su designación para tan honorífico cargo. Por los documentos del proceso, sabemos que entre ellos había seis clérigos y seis laicos que serían testigos de los prodigios.
Pero a Josefa no le bastó con hacer tales analogías con Cristo y sus apóstoles. En una ocasión que los reunió a todos, se puso una estola sobre los hombros como lo hacían los sacerdotes y, fingiendo que cogía un jarro de agua, lavó los pies de los presentes, los secó y los besó, después de levantar los ojos al cielo frente a cada uno, como preguntando si con la persona que tenía enfrente debía o no hacer tales acciones. Entre esos doce elegidos estaba un joven clérigo navarro, que aún no tenía la ordenación sacerdotal, llamado Joseph Bruñón de Vértiz, excombatiente en las guerras españolas y que buscaba pasar a Japón a morir martirizado. Josefa quedó prendada de él y, al enterarse de sus intenciones de entregarse al martirio, no le fue difícil convencerlo de quedarse en la capital de Nueva España a esperar la manifestación de lo que Dios quería de él.
A imitación de Josefa, su hermana gemela tomó el nombre de María de la Encarnación y reunió en torno a ella a un grupo de seguidores en su casa en las huertas del Marqués, donde vivía con un marido vago y tres hijos que debía mantener. Su gran necesidad la llevó a fingir raptos, idea inspirada por el éxito que sus hermanas estaban obteniendo.
Condenadas
Las hermanas Romero cayeron finalmente en las cárceles inquisitoriales el 9 de septiembre de 1649. Josefa y María tenían entonces veintinueve años, Nicolasa veintitrés y Teresa recién había cumplido los dieciocho. Con ellas fueron también encarcelados Joseph Bruñón de Vértiz, el clérigo de 39 años secretario de Josefa, y Diego Pinto, el marido de María.
Durante el proceso, las hermanas “confesaron” sus engaños, dijeron que habían obrado sin conciencia de maldad; pero el juicio fue tan prolongado que dos de ellas, María y Josefa, murieron en la cárcel, al igual que Diego Pinto. Nicolasa fue penitenciada el 29 de octubre de 1656 y salió libre. El diarista Gregorio Martín de Guijo da de ella esta escueta noticia: “fue condenada a doscientos azotes; no se los dieron porque intercedió la virreina por ser doncella”.
Teresa fue sentenciada a mediados de 1659. Salió en el auto de fe del 19 de noviembre de ese año, cuando fue quemado en la hoguera el famoso Guillén de Lampart; ese mismo día ardían también los restos mortales de Joseph Bruñón de Vértiz, quien había muerto en la cárcel en 1656 emitiendo blasfemias y completamente loco. Teresa fue condenada a doscientos azotes (que le fueron condonados) y a servir por diez años en el Hospital de la Concepción. Junto con ella salía de la cárcel un niño de diez años, a quien había dado a luz recién llegada a la prisión. Su hijo la acompañó también a cumplir su sentencia en el hospital. Durante su estancia en la cárcel, Teresa le había enseñado a leer y a escribir en una cartilla que le facilitaron los inquisidores; esto fue lo único que le dejó como herencia tras morir en el hospital.
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Antonio Rubial García. Doctor en Historia de México por la UNAM y en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla (España). Se ha especializado en historia social y cultural de la Nueva España (siglos XVI y XVII), así como en cultura en la Edad Media. Entre sus publicaciones destacan: La Justicia de Dios. La violencia física y simbólica de los santos en la historia del cristianismo (Ediciones de Educación y Cultura/Trama Editorial, 2011); El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804) (FCE/UNAM, 2010); Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana (Taurus, 2005); La santidad controvertida (FCE/UNAM, 1999); y La plaza, el palacio y el convento. La Ciudad de México en el siglo XVII (Conaculta, 1998).
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