“Allí estaban las tinajas del dulce vino añejo, repletas de bebida pura y divinal, y arrimadas ordenadamente a la pared, por si algún día volviere Ulises a su casa, después de haber padecido multitud de pesares”. Este fragmento de la Odisea sirve de aperitivo para destacar que, si algo sobresale en la obra de Homero, hablando de las artes del buen comer y el buen beber, es la presencia constante del vino para acompañar convites y banquetes, festines y conversaciones. A la menor provocación, los antiguos griegos llamaban al placer y abrían las botellas para brindar. No por nada adoraban con fervor a Dioniso, dios de la fertilidad y el vino.
Esta bebida popular y prodigiosa, cuyo centro de origen aún se debate –aunque se supone que surgió hace alrededor de ocho mil años en la región ubicada entre el Mediterráneo, el Cáucaso y el golfo Pérsico–, se expandió por Europa y luego llegó a América con las naves españolas. El primer territorio de este continente donde se produjo el ancestral fermentado fue Nueva España, de la mano del capitán Hernán Cortés, quien introdujo las cepas en la región y en 1524, desde Tenochtitlan, ordenó a los habitantes que “habiendo en la tierra plantas de vides de las de España en cantidad que se puedan hacer, sean obligados a injertar las cepas que tuvieren de la planta de la tierra, o de plantarla de nuevo”.
En tiempos novohispanos, el término vino se usaba para referir tanto a la bebida de uva (Vitis vinifera) como a otros fermentados de frutos o raíces (denominados “vinos de la tierra”), pero también a destilados como el “vino mezcal”. Si bien en el territorio virreinal estaba prohibida la producción y venta de vino, Sergio Corona Páez ha documentado que hubo ciertos sitios de Nueva Vizcaya y Nueva Galicia en los que no aplicó tal restricción: Real Presidio del Paso del Norte, en el actual estado de Chihuahua; San Juan del Río y Santa Bárbara, en Durango; la hacienda de Cedros en Mazapil, la de Medina y las minas de Nieves, en Zacatecas, y la joya del septentrión vinatero: Santa María de las Parras, en Coahuila.
Las condiciones climáticas y el rico suelo favorecieron el cultivo de la vid en Santa María, cuyo nombre completo alude a las vides, en particular a las que se extienden hacia lo alto, también llamadas parras. Hasta ahí llegaron los españoles que serían pioneros en producir vinos americanos, en especial a partir de que el rey Felipe II autorizara a don Lorenzo García una merced de tierras en 1597, gracias a la cual buscó establecer un viñedo y más tarde inauguró la Bodega de San Lorenzo (actual Casa Madero).
El obispo Alonso de la Mota y Escobar, quien debió visitar Parras en los últimos años del siglo XVI, confirmó lo especial de la región: “Es este valle muy acomodado para viñas, porque allende de las muchas cepas puestas a mano que en él se dan [de] uvas de Castilla, cargan de mucho fruto y racimo, y vienen a madurar con tanta sazón, y con tanto dulce y mosto, que se hace vino tan bueno que se echa muy bien de ver que si se hiciese con la curiosidad y cuidado debido, sería el vino tan bueno como el de España”.
Para despejar la duda de por qué en algunos sitios se permitió la producción vinícola, Corona Páez indica que a los dueños de viñedos se les reconoció tal derecho con base en el principio de la “antigua, quieta y pacífica posesión” de esos terrenos; por otra parte, se les concedieron privilegios tributarios por mantener, con su propio caudal, cuerpos de escoltas que brindaban cierta seguridad al comercio en las norteñas zonas fronterizas, expuestas con frecuencia a los ataques de “indios bárbaros”.
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