Su destacada participación durante la invasión francesa le valió a Díaz para acaudillar el principal partido opositor al gobierno juarista y más tarde la rebelión de La Noria.
Para 1867 Porfirio Díaz estaba asociado con populares burlas al honor del ejército francés. El nombre del oaxaqueño corría de voz en voz a la hora de hablar sobre escapes fantásticos y una voluntad indomable. Sobre todo, había proyectado una fama de liderazgo liberal casi a la altura del presidente Benito Juárez. Su popularidad llegó al máximo luego de darle el golpe de gracia al último bastión imperialista en Puebla, el 2 de abril de ese año, retomar Ciudad de México para la causa republicana y terminar con toda esperanza entre los conservadores sitiados en Querétaro junto a su emperador Maximiliano.
De a poco despertó de su sueño y volvió al mundo terrenal. Los “¡Viva Díaz!” se transformaron en “¡Viva Juárez!” ante el regreso del presidente a la capital en julio siguiente. Las cosas retornaban a aquella realidad mexicana en que predominaba la voluntad del jefe del Ejecutivo federal. Si bien don Benito compensó a Díaz con el mando permanente del Ejército de Oriente, el militar oaxaqueño no tuvo voz ni voto para impedir que antiguos compañeros de armas fueran fusilados, como el general Tomás O’Horán, en una clara venganza hacia quienes apoyaron de una manera u otra al gobierno imperial.
Para el ejército republicano, el triunfo se convirtió en un problema tan grande como la campaña misma. Las medallas aparecieron, sí. El agradecimiento y el reconocimiento por el amor a la patria también. Pero pesaron más los “váyanse a su casa”. La realidad golpeaba a quienes habían pasado meses o incluso años en el barro esquivando balas y bayonetazos. Ya no eran indispensables. Incluso los militares más leales a Juárez le indicaban que si bien comprendían la necesidad de licenciar a la tropa, esto complicaría la situación nacional. En algún momento todos esos individuos despedidos requerirían comer y esto lo conseguirían por los mismos medios con los que habían sobrevivido últimamente: a balazos, convirtiéndose en forajidos o prestándose a continuar la guerra en favor del mejor postor.
El presidente lo tenía muy claro. Mantendría a su ejército formal bien alimentado y pagado para contar con su lealtad y sofocar cualquier rebelión. Mientras tanto, continuaría la reconstrucción del país, que era su prioridad. El mismo Díaz fue invitado a formar parte de esa élite militar. En principio aceptó, aunque no de muy buena gana.
Cercano a los principales personajes de la política nacional y considerado uno de los hombres más influyentes dentro del resurgido orden republicano, Porfirio receló en silencio de las elecciones de 1867 en las que Juárez pretendía reelegirse. O al menos eso creyó, pues lo comentado en su círculo de confianza era casi siempre de conocimiento público. Así, su figura fue convertida en el símbolo de la oposición gracias a sus amigos.
Los militares exiliados de las mieles del poder necesitaban a uno de los suyos en las urnas, al igual que los que se oponían a Juárez y a Sebastián Lerdo de Tejada. Hombres como los generales Mariano Escobedo, Ignacio Mejía, Ramón Corona o Nicolás de Régules se encontraban de momento bajo la cómoda sombra juarista, y el único capaz de eclipsarlos, Jesús González Ortega, resignado a permanecer en una cárcel hasta, mínimo, transcurrir las elecciones. Faltas a la nación, argumentó Juárez. Vil rencor, pensaban los demás.
Por ello, Porfirio representó una alternativa viable. Pero, como se dice coloquialmente, le faltó colmillo. Dando cátedra de estadista a la mexicana, fue conocido que Juárez otorgaba pagarés gubernamentales a los indecisos de su voto y, aprovechando la mecánica indirecta en los comicios, el gobierno acarreaba hombres a las mesas de electores que lo necesitaran. La cosa no era tan difícil cuando solo se requería convencer a personajes sin estudio y en la pobreza. El discurso respecto a que don Benito los necesitaba una vez más para continuar la defensa de la patria todavía era correspondido como catecismo. También ayudaba que armados los llevaran amablemente a votar para recordarles por quién.
Esta democracia triunfó en diciembre de 1867 y don Benito fue confirmado como presidente. Díaz fue barrido en los votos y optó por un exilio en su natal Oaxaca, tras rechazar el ministerio de Guerra, que era un claro ejemplo de la negociación juarista. En marzo de 1868, Porfirio recibía La Noria, un excelente asentamiento para retirarse a la vida privada. Ahí se dedicó a la agricultura y a la correspondencia política. A través del correo se enteró de las diferentes rebeliones contra Juárez en todo el país y de la sorpresiva ruptura entre este y Lerdo de Tejada al acercarse las elecciones de 1871.
Era claro: Juárez ya no era el mismo de 1867 y los naipes estaban nuevamente en la mesa. El presidente conquistaba entonces la lealtad de cuanto gobernador podía y garantizaba a sus partidarios un trato preferencial tras una nueva victoria. Lerdo procuró lo mismo entre sus conocidos, mientras que prominentes hombres de negocios se agregaban a su propuesta. Por su parte, Díaz unificó en su persona a los que ya no toleraban a aquellos dos personajes, ya sea por política o despecho, recordando a los antiguos militares su exclusión con el recorte juarista y a los liberales el pasado proceso electoral farsante.
La prensa no se dio abasto. Un mar de descalificaciones brotó de varias tintas prominentes, sobre todo contra Juárez. Coerción, violencia, cinismo, proteccionismo, ambición. Su reelección y los métodos para conseguirla unificaron a los liberales fuera del círculo presidencial, aunque los desagrados personales pudieron más que las convicciones democráticas y eso los llevó a la derrota. Nueva victoria de don Benito.
Entonces, Díaz concluyó que la vía pacífica para llegar al poder había llegado a su límite. En su propiedad de La Noria publicó el famoso manifiesto del 8 de noviembre de 1871, el cual comenzaba: “La reelección indefinida, forzosa y violenta, del Ejecutivo federal, ha puesto en peligro las instituciones nacionales”. Un interesante documento, pero mal respaldado y coordinado por los seguidores de Díaz. Por ejemplo, el general Gerónimo Treviño se había alzado también semanas antes, tras ser reelecto como gobernador de Nuevo León en condiciones similares a las de Juárez. Por su parte, el general Miguel Negrete desconoció al presidente y el 1 de octubre se atrincheró en la Ciudadela de Ciudad de México, donde fue acosado por todos los oficiales leales al gobierno. Más al norte, los generales Donato Guerra y Trinidad García de la Cadena ya tenían tiempo desobedeciendo a Juárez en Durango y Zacatecas.
Esta falta de liderazgo y de cohesión sentenciaron el movimiento, a lo que se sumó la organización y disciplina de las fuerzas federales al mando de Sóstenes Rocha e Ignacio Alatorre, quienes en pocos meses persiguieron a Díaz por Puebla, Morelos y Veracruz, hasta contener y exterminar al contingente más importante de los rebeldes oaxaqueños. Ya se apresuraban hacia el norte del país cuando, con la muerte de Juárez en julio de 1872, la rebelión se apaciguó. Al menos en ese momento. Otro gallo cantaría para Porfirio en 1876.