Francisco Villa no sería envenenado, pero sí asesinado en 1923 en Parral, Chihuahua, durante una emboscada en la que fue acribillado a tiros mientras viajaba en un automóvil.
Tambaleante, con los flancos agitados, el perro de ojos enrojecidos se arrastró hasta el lugar de su muerte. Intentó incorporarse, pero un vómito de espumarajos arqueó violentamente su cuerpo. Buscó desesperado tomar aire. Los estertores de la agonía habían llegado. Bramó, exhaló, hasta que se desvaneció por completo sobre el suelo. Un hilillo de sangre chorreó desde su hocico arrugado por el rictus. Amparados por la oscuridad de aquella fatal noche, dos hombres de mirada vil observaron satisfechos el tormento.
A unos pasos de ahí, en la pradera del poblado Talamantes, cerca de Parral, Chihuahua, se encontraba el lugar donde ambos pernoctaban: el campamento de Pancho Villa, el hombre más buscado por el gobierno de Estados Unidos en ese momento. Al amanecer, los dos hombres consideraron que se hallaban listos para ejecutar su tan esperada misión: envenenar a Villa con la misma pócima asesina que emplearon para matar a aquel perro.
Semanas antes, un día de junio o julio de 1916, los japoneses Tsuto Mudyo, alias Dyo, Fusita –cuyo verdadero nombre aún se desconoce– y Jah (de apellido Hawakawa) se reunieron en un café de El Paso, Texas, con el jefe de la oficina del Buró de Investigación (FBI) de dicha ciudad, el agente E.B. Stone.
Ahí se habló de un plan para que Dyo, Fusita y otros japoneses se infiltraran en las tropas de Villa, con la intención de informar sobre las operaciones y características de su ejército además de, eventualmente, capturarlo y entregarlo a agentes del FBI. Antes de concluir, Dyo le planteó a Stone la posibilidad de entregar a Villa muerto, a lo que el agente contestó que exploraría “si el departamento [de Estado de EUA] autorizaba tal acción a través de su oficina”.
A diferencia de los chinos, a quienes odiaba abiertamente, Villa tenía en buena estima a los japoneses. Había apreciado a queridos colaboradores nipones como Kingo Nonaka, el enfermero estrella de la División del Norte, o Gemichi Tatematsu, sirviente suyo y de su hermano Hipólito.
De cierto modo, aquello permitió a Dyo y Fusita no solo colarse dentro del ejercito villista, sino ganarse la confianza del Centauro. Se dice que fingieron ser recomendados por Hipólito. Como sea, Villa no le otorgó mayor importancia al asunto, pues era cierto que varios japoneses trabajaban para su hermano y también para su esposa Luz.
Mientras tanto, el agente Stone logró poner en contacto a los japoneses infiltrados con el capitán Reed, responsable de la inteligencia de la Expedición Punitiva al mando del general John J. Pershing, que buscaba capturar a Villa por el ataque que perpetró a la ciudad norteamericana de Columbus.
A su vez, Reed presentó a los japoneses con el médico de la Expedición quien, al parecer, proporcionó la receta del veneno que llamaba “de tres días”, pues la muerte se presentaba luego de ese periodo. Dyo y Fusita retornaron al campamento villista y probaron con éxito la fórmula en aquel perro.
No se sabe cómo ni cuándo, pero el 23 de septiembre de 1916 los japoneses informaron al FBI que habían envenenado a Villa mediante el café. El general, que ya sospechaba que algo así podía pasar, vertió la mitad del café en la taza de un soldado y esperó a que lo tomara primero. Dyo y Fusita huyeron del campamento. Fueron hábiles espías y pésimos envenenadores. El espinoso asunto llegó hasta las entrañas de la política en Washington, pero muy pronto fue negado y silenciado.
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¡Hay que matarlo como a un perro!