El cólera y el Cementerio de Regla en Chihuahua entre los siglos XIX y XX

América Malbrán Porto y M. América Martínez Santillán

Para evitar la propagación de enfermedades y las “miasmas” que causaban los cadáveres enterrados dentro de las iglesias de la Monarquía española y sus colonias, incluida Nueva España, en 1804 el rey Carlos IV ordenó la construcción de cementerios fuera de los poblados, prohibiendo el enterramiento en iglesias y en su entorno, así como en el interior de las ciudades. Entonces, los camposantos comenzaron a establecerse a las afueras de las poblaciones, lo más alejados posible.

 

La epidemia de cólera

Ya en el México independiente, en Chihuahua, entre 1833 y 1885, surgieron los brotes de cólera morbus que fueron exterminando a la población. Sin embargo, la orden de la época colonial respecto a la creación de cementerios fuera de las ciudades no se había cumplido cabalmente, pues en 1833 se retoma en el naciente México y se vuelve a publicar:

 

“Se deben construir los cementerios fuera de las poblaciones, y á la distancia conveniente de estas en parajes bien ventilados, y cuyo terreno por su calidad sea el mas á propósito para absorber los miasmas pútridos, y facilitar la pronta consunción ó desecación de los cadáveres, evitando aun el más remoto riesgo de filtración ó comunicación con las aguas potables del vecindario; y como el examen de estas circunstancias pende de conocimientos científicos, deberá proceder un reconocimiento exacto del terreno ó terrenos que parezcan proporcionados, practicado por profesor ó profesores de Medicina acreditados.”

 

La enfermedad había cruzado la frontera en 1832: “el 25 de noviembre de ese año, las autoridades de Coahuila y Texas tuvieron conocimiento del problema”, de acuerdo con la historiadora Lourdes Márquez Morfín; “para el mes de abril Coahuila y el valle del río Bravo manifestaban un estado de alarma ante los primeros brotes. A comienzos de mayo, el puerto de Tampico registró los primeros casos oficiales, y para julio el puerto de Campeche se convertía en otro punto de ingreso. La pandemia había llegado a territorio mexicano proveniente de los Estados Unidos, y en pocos meses cubriría todo el territorio nacional”, señala por su parte el historiador Miguel Ángel Cuenya.

En Chihuahua hubo numerosos decesos con el primer brote y la población desesperada realizó procesiones al santuario de Guadalupe para rogar a la Virgen que alejara la epidemia, implorando su divina protección. También se publicaron novenas como esta para pedir el socorro divino:

 

“O inmaculada María,

O hechizo y vida nuestra,

Influye con el Increado,

Sénos benigna estrella.

Aplaca su ira tan justa,

Detén su brazo divino,

Pídele misericordia

Para tu pueblo escogido.

Oye y dile los lamentos

Lágrimas, ayes y quejas

De tus hijos, que clamamos

En este mar de miserias.

Ruégale que no invada

El Cholera á nuestra esfera,

Y porque acabe del todo

Imploramos tu clemencia

Que por su pasión sagrada

No nos toque esa epidemia,

Epidemia que ya asola

A casi toda la Tierra.”

 

Evidentemente, los rezos no fueron suficientes y el segundo brote sobrevino en 1849, causando cerca de seis mil muertes, de acuerdo con el historiador Luis Aboites Aguilar. La prensa nacional y estatal se llenó de remedios caseros o patentados que prometían la cura, o bien servían para prevenir la enfermedad, aunque la mayoría de ellos eran inútiles, pues todavía no se sabía qué la causaba. Algunos tratamientos y previsiones coincidían en la necesidad de la higiene personal y la limpieza de los lugares en los que se encontraban los enfermos. Igualmente, se recomendaba atenderse en cuanto surgieran los primeros dolores estomacales. En algunos anuncios se podía leer:

 

“En cuanto a los remedios, son muy simples; consisten, en primer lugar, en los medicamentos que se emplean diariamente para toda enfermedad de entrañas, cuando se advierten los primeros síntomas; y en segundo lugar, entre los de más uso se encuentra el de veinte granos de alguna bebida ligeramente opiada con dos cucharadas de extracto de menta (yerba-buena) ó de aguardiente, repetido cada tres ó cuatro horas. Se emplean también con buen éxito cinco o seis gotas de láudano.

“Las principales recomendaciones que se hacen son, que se coma pocas legumbres y pocas frutas, aunque estén cocidas […] La intemperancia es causa muy peligrosa de los ataques del cólera. Es bueno fajarse el vientre con franela. Se recomienda usar con mucha precaución, y en pequeñísima dosis, de los purgativos de tanto uso en la higiene de los ingleses, sales de Glauber, de Epson y los polvos de Sedlitz; sobre todo del sen, de la coloquíntida y del alóe.”

 

A partir de la gran mortalidad que causó la epidemia, se creó en México el Consejo Superior de Salubridad, organismo encargado de vigilar que se cumplieran los reglamentos de higiene en hospitales, cuarteles, cementerios, escuelas y talleres. Con todas las precauciones, parecía que el cólera se había vencido; sin embargo, en 1850 hubo un tercer brote que se extendió rápidamente por todo el país, llegando a Chihuahua en junio de 1851, de acuerdo con el investigador José Carlos Hernández Aguilar.

Esta nueva aparición fue vista por miembros de la Iglesia católica como un castigo divino que asolaba a México. Se difundió tanto en los sermones y servicios religiosos, como en los pasquines y publicaciones de la época, discursos como este: “El gobierno por su parte tomará las medidas higiénicas que son de su resorte; pero los individuos no deben olvidar que este es un aviso del cielo, para que no descuiden al mismo tiempo la limpieza de la conciencia”.

 

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