Tras el gran brote mundial de cólera a partir de la década de 1830, en México algunos panteones fueron insuficientes para alojar a los cientos de fallecidos.
En Europa y Estados Unidos, desde la aparición inicial de la epidemia de cólera, entre 1831 y 1832, surgió un movimiento de salud pública que condujo a la creación de pabellones de hospitales con mejores instalaciones y a que se modificaran los cementerios. Esta corriente de salubridad llegó a México, donde “algunos médicos trataban de despertar la conciencia de las autoridades con respecto a las reformas necesarias en materia de limpieza y servicios urbanos, ya que éstas repercutían en la salud de la población”, como refiere Márquez Morfín.
Debido a la gran mortandad y a la nueva política de salubridad, en Chihuahua se tomó la decisión de clausurar definitivamente los espacios de entierros dentro de las iglesias (el más antiguo de la ciudad era el de la catedral), así como los cementerios anexos.
Entonces se abrieron dos panteones nuevos, además del de San Felipe, que existía desde 1802 y en el cual habían sido sepultados los restos de Ignacio Allende, Ignacio Aldama, Mariano Jiménez, Mariano Hidalgo, Ignacio Camargo, Francisco Lanzagorta, José María Chico y Onofre Portugal; todos ellos insurgentes fusilados en Chihuahua en 1811, durante la guerra de independencia.
Originalmente, el cementerio de San Felipe tenía capacidad para cuarenta sepulturas; sin embargo, en 1821 el cabildo de Chihuahua “comisionó al regidor Higinio Muñoz y al síndico Miguel de la Huerta para que se encargaran de la ampliación del ‘camposanto’ de San Felipe, a fin de que llenara plenamente sus funciones”, según Márquez Morfín. De acuerdo con el investigador Francisco R. Almada, las obras se concluyeron en octubre de 1826 con un costo total de 1,410.35 pesos.
A causa del tercer brote de cólera en 1851 y la cantidad de muertes que trajo consigo, el ayuntamiento de Chihuahua se vio obligado a tomar medidas para que se construyera un nuevo cementerio que albergara tal cantidad de cuerpos. Este nuevo espacio fue el de Nuestra Señora de la Regla, dedicado a la patrona de la ciudad, mismo que se ubicaba a las afueras de la ciudad, junto al arroyo de la Manteca. En el plano de Pedro Larrea de 1884, uno de los más antiguos de Chihuahua, se aprecia el terreno que correspondía al cementerio y la plazuela que lo antecedía.
El cementerio de Regla rápidamente comenzó a ocuparse con los “deudos de las clases acomodadas, pues los de las familias humildes iban a parar al cementerio de La Merced”, según Almada. Son escasas las fotos de este lugar que han llegado a nosotros; sin embargo, en ellas es posible apreciar algunas de las suntuosas tumbas y monumentos funerarios, a la usanza de la época, que debieron existir, tanto de cantera como de mármol; incluso de mármol negro, que decían era traído de Europa.
Debido a la gran mortandad causada por las intermitentes epidemias, el panteón de Regla se llenó rápidamente y en junio de 1884 el ayuntamiento acordó su clausura. Sin embargo, los entierros se siguieron sucediendo gracias a permisos especiales y al pago de altas cuotas que hacían las familias acomodadas. Esta costumbre se mantuvo hasta entrada la Revolución, ya a inicios del siglo XX; inclusive Francisco Villa mandó construir su mausoleo para que, llegado el momento, sus restos y los de su familia pudieran descansar ahí.
De cementerio a parque
El crecimiento de la ciudad de Chihuahua rodeó rápidamente al cementerio de Regla, que se localizaba apenas a unas calles del centro. Ya para 1910, las quejas de los vecinos sobre el hedor que manaba del lugar eran frecuentes, por lo que pedían su traslado.
A causa de ello, el Consejo Superior de Salubridad acordó, en su sesión del 9 de junio de aquel año, que se debía encontrar otro espacio para emplazar un nuevo cementerio. Por fin, el 22 de marzo de 1915 el gobierno estatal ordenó que el panteón de Regla se clausurara definitivamente.
A partir de ese momento, el cementerio quedó en desuso y comenzó a deteriorarse. Las quejas de los vecinos continuaron y en no pocas ocasiones solicitaron a las autoridades que lo trasladaran y convirtieran en parque público, a pesar de la oposición de muchas personas que habían pagado sus derechos de perpetuidad y que consideraban una profanación mover los restos de los difuntos ahí enterrados, por lo que muchos se ampararon ante instancias federales alegando “que era una injusticia lo que se quería hacer”, de acuerdo con Hernández Aguilar.
Surgió entonces el Comité Pro-Conservación del Cementerio de la Regla que proponía en su manifiesto del 2 de noviembre de 1945 que el sitio se convirtiera en un monumento nacional, dado que era “el único monumento histórico que existe con la antigüedad de un siglo” en Chihuahua.
La ausencia de visión, así como de una política de conservación y de una legislación sobre patrimonio histórico, llevó a que, tras veinte años de protestas y defensas infructuosas, en abril de 1957 se tomara la decisión de arrasar el cementerio de Regla y convertirlo en parque.
Desde 1945 se había avisado a los deudos que debían exhumar a sus difuntos y trasladarlos al nuevo Panteón Municipal. Las familias acomodadas pudieron hacerlo e, inclusive, algunas llegaron a trasladar los monumentos funerarios. Sin embargo, la mayoría de los restos quedaron sepultados y permanecen en la misma zona hasta el día de hoy, causando asombro cuando al hacer algún tipo de obra aparecen los vestigios de ataúdes, telas o huesos.
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