La religión católica ha convivido, muchas veces contra su voluntad, con creencias que son anteriores al cristianismo. Aún en contextos distintos, son bastante comunes las historias de santos que indican el lugar exacto donde quieren ser venerados poniéndose pesados o regresando a sus iglesias después de haber sido trasladados a otros sitios. De igual forma las historias milagrosas del origen de algunas imágenes también se repiten como modelos narrativos.
Así tenemos casos de desconocidos que entregan una imagen para después desaparecer, de animales que son atraídos a lugares donde se encuentra enterrado un santo, de bolas de fuego o luces radiantes que emanan de sitios donde hubo una aparición, de siluetas de vírgenes que se manifiestan en la corteza de un árbol o en un muro, o de cristos cuya aparición es acompañada por cantos de ángeles, música celestial o dulces fragancias.
Varios de estos casos también tuvieron lugar en la Nueva España, donde dichos modelos, como era de esperarse, terminaron adoptando pequeños matices o algunas características propias del lugar donde ocurrieron. Este texto trata la historia de dos crucifijos coloniales que comparten un origen similar y de la curiosa solución que un presbítero secular del arzobispado dio ante la confusión que se había presentado entre la gente.
El Cristo de Totolapan
Según la tradición, el quinto viernes de Cuaresma de 1543, entre la una y las dos de la tarde, un indígena vestido de blanco llegó a la portería del Convento de San Guillermo Totolapan, en el actual estado de Morelos, para ofrecerle al padre prior un crucifijo que llevaba envuelto en una sábana. Al frente de aquella iglesia, que había sido terminada de construir pocos años atrás, se encontraba un fraile agustino que llegó a ser famoso por sus duras penitencias, su nombre de pila era Hernando Álvarez de la Puebla y López, pero al recibir los hábitos adoptó el de Antonio de Roa, en honor a San Antonio Abad y a la Villa de Roa, su pueblo natal.
Cuando el religioso vio aquel crucifijo lo llevó al coro del convento, lo colocó en una peana y comenzó a rezar dando gracias porque, por fin, su iglesia contaba con una imagen de Cristo que tanto había anhelado. Después de todo, por aquellos años eran pocas las esculturas que llegaban de Castilla y muy contados quienes las supieran hacer en estas tierras. Minutos después el padre Roa buscó a los otros frailes del convento para mostrarles el crucifijo. Al verlo los demás religiosos le preguntaron cuál era la procedencia de aquella imagen y él les contestó que un indígena lo traía en venta. En ese momento fray Antonio cayó en cuenta de que aún faltaba pagar por aquella reliquia, así que bajó de nuevo a la portería y preguntó a quienes estaban ahí si habían visto a la persona que había llevado la imagen. Como nadie le dio razón, comenzaron a buscarlo por todo el pueblo y sus alrededores, sin embargo nunca lo encontraron. Desde entonces circuló la historia de que había ocurrido un milagro y que el emisario no había sido un indígena sino un ángel.
Nada se sabe del culto que tuvo aquella imagen en el pueblo durante aquellos años, hasta que, cuarenta años después, el provincial de la Orden de San Agustín, fray Pedro Suárez de Escobar, decidió trasladar el crucifijo de Totolapan a la Ciudad de México. Primero estuvo en la Iglesia del Real Colegio de San Pablo y más adelante fue llevado al Convento Grande de San Agustín, donde tuvo su propia capilla ricamente adornada, ubicada del lado oriente del presbiterio.
La suerte de esta portentosa imagen no estuvo exenta de controversias y vicisitudes. Desde su llegada a México algunas personas creyeron ver que el Cristo movía sus brazos como si estuviera echándoles bendiciones, otras lo vieron más grande o más blanco y hubo quienes pensaron que se trataba del verdadero Dios y como a tal lo adoraban. Los tumultos que se generaron en torno a este crucifijo pusieron sobre alerta a varias personas. Dos meses después el escándalo fue tal que se inició una audiencia ante la Inquisición contra los padres agustinos por difundir con total indiscreción milagros que aún no contaban con la aprobación del arzobispo, que a la sazón era Pedro Moya de Contreras.
Para el juicio se recabaron varios testimonios, lo mismo de indígenas de Totolapan, quienes presumieron haber atestiguado la aparición, que de otros testigos que dijeron haber presenciado los supuestos milagros en la Ciudad de México. Hasta el doctor De la Fuente, que trataba de hidropesía a una mujer que dijo haberse curado al tocar la imagen, fue llamado a dar fe y testimonio de todo aquello que había presenciado. Y dos jóvenes frailes agustinos, contagiados por el fervor popular, también declararon que el Cristo parecía de carne humana y dijeron haber visto que resplandecía y aumentó de tamaño durante una procesión.
Por otra parte, también declararon quienes vieron con malos ojos todo este alboroto. Algunos frailes franciscanos que observaban con molestia que sus propios feligreses se sentían atraídos por una imagen que no era administrada por su orden, alertaron a las autoridades eclesiásticas por los errores doctrinales en los que podían incurrir los fieles. Y don Pedro Garcés, tesorero y provisor del arzobispado, atribuyó el escándalo que había causado tanta conmoción entre el pueblo común a la codicia de los frailes agustinos, quienes recibían cuantiosas limosnas.
A los pocos días los inquisidores Alonso Fernández de Bonilla y Santos García prohibieron la publicación de cualquier milagro adjudicado al Santo Crucifijo de Totolapan. Esto frenó abruptamente la creciente popularidad de la imagen, razón por la cual su culto se constriñó a los muros del convento agustino, donde fue admirado durante casi tres siglos por quienes visitaban la iglesia y, sobre todo, por quienes la habitaban. En el siglo XVII el cronista José Sicardo reconoció que dicho crucifijo era el tesoro más importante de la provincia agustina, “no solo por su antigüedad sino por sus milagros”.
Si bien la historia de esta imagen fue asentada en manuscritos por primera vez en 1583, como parte de los testimonios levantados en el juicio contra los agustinos, todavía tuvieron que pasar poco más de cuarenta años para que fray Juan de Grijalva la registrara en un libro. La Crónica de la Orden de Nuestro Padre San Agustín en las provincias de Nueva España, que abordaba el papel que desempeñó dicha orden en la cristianización de América y Filipinas, es el primer texto impreso que narra el origen milagroso del Santo Crucifijo de Totolapan.
La importancia de la obra de Grijalva fue tal que su versión de la aparición se convirtió en el canon y en la referencia citada por todos los autores posteriores que han tratado el tema. Sin embargo, haber fijado la versión del milagro tuvo sus ventajas y sus desventajas. Cuando el cronista agustino registró que el Crucifijo se había aparecido en el año de 1543, marcó un hito temporal que dio pie a que otras imágenes buscaran situar sus inicios antes de esa fecha para atribuirse una mayor antigüedad y, al mismo tiempo, permitió que su modelo narrativo fuera copiado por otros cristos, como ocurrió con el Cristo del Noviciado, perteneciente a los frailes dominicos.
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